Ley de empleo público y la judicialización de la política

Lo que pretendía la consulta de los diputados a la Sala era cualquier cosa que contribuyera a descarrilar el proyecto de ley

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Algunos países se esfuerzan por llenar de derechos su Constitución. Derechos civiles, políticos y sociales, a la vivienda, a la sanidad. Es la sagrada escritura donde los chamanes (políticos inspirados) plasman su gran plan transformador, nos recuerda Víctor Lapuente, académico de la Universidad de Gotemburgo.

Los progres intentarán introducir todo tipo de responsabilidades estatales en el campo socioeconómico: atemos las manos a los gobiernos del futuro, no sea que se les ocurra emprender una ofensiva «neoliberal» contra «lo público».

Los conservadores responden proponiendo la antítesis de cada propuesta que procure imponer el antagonista. La Constitución no solo incluye qué debe hacer el Estado, sino también cómo.

Lapuente advierte los peligros de la obesidad constitucional para la salud de un país: cuánto más extensa es, menor es su crecimiento económico y mayor la corrupción.

Veamos los casos de México, Portugal e incluso España. Suena imponente en política aquello de «consagrar un derecho en la Constitución», cuando obviamente, si la saturamos de todo tipo de derechos, cual si fuese una convención colectiva, lo que se consigue es restar flexibilidad a las generaciones futuras ante las crisis fiscales por venir o, más aún, las circunstancias de la actual revolución tecnológica.

Constitucionalizar equivale a judicializar la política. Es dar poder sobre políticas públicas a unos jueces que no tienen por qué ser expertos en ellas y que, por tanto, no utilizan los criterios de los profesionales especializados, sino otros, que no dejan de ser políticos.

Cuanto más larga sea, cuantas más facetas de la vida cotidiana se le introduzcan, mayores oportunidades tendrá el tribunal constitucional para revertir las decisiones de nuestros representantes.

Estos son órganos politizados —dice Lapuente—, donde se introduce un nuevo decisor político, con la diferencia de que este no ha sido elegido directamente por los ciudadanos y, por ende, no es responsable ante ellos. Es entonces cuando las políticas se paralizan en eternos enfrentamientos legales y juegos estratégicos.

Traigo a colación estas ideas luego de la lectura de la extensa y reciente resolución de la Sala Constitucional sobre la ley de empleo público. El documento de los diputados para valoración de la Sala —como era de suponer— se construye con base en los alegatos que en su oportunidad fueron presentando diferentes poderes e instituciones, por lo que representa la posición corporativa de cada uno de ellos.

Lo que someten a discusión es en qué perjudica el poder de decisión actual o en el futuro sus relaciones de empleo o para disponer de su presupuesto, sin más límite que su interés corporativo.

Lo que pretendía la consulta era cualquier cosa que contribuyera a descarrilar el proyecto de ley, algo que no pudieron lograr del todo en el Parlamento.

En el transcurso de la lectura, encontramos cierta afinidad de pensamiento entre grupos de magistrados, como si se tratara de un parlamento. Por una parte, tenemos un primer subgrupo con una posición más hacia rescatar algo del proyecto aprobado en primer debate.

En contraposición, el segundo subgrupo es mucho más radical en sus posiciones e incólume en impedir toda limitación o restricción al uso de los recursos públicos de las autónomas y otros poderes distintos del Ejecutivo, cercano a una estadolatría.

Los otros dos jueces oscilan entre uno y otro grupo. El documento está salpicado de «votos salvados», «razones diferentes», «notas separadas» o «notas», simplemente, de los magistrados, lo que demuestra que la discusión dentro del tribunal, en este o cualquier otro caso, se manifiesta en un marco político, lo cual no es malo per se; lo malo es que por permitirlo la Constitución no serán nuestros representantes los que decidan, será más bien una aristocracia (desde la perspectiva aristotélica) y no una democracia.

Lo ideal sería una Constitución relativamente pequeña, que establezca unos derechos fundamentales, unas reglas de juego básicas entre las instituciones públicas y unos principios orientativos de las políticas públicas.

Unas normas —reitera Lapuente— que eviten que los agentes públicos pierdan tiempo y energías mirando de reojo a los tribunales, por si les prohíben emprender tal o cual acción.

josejoaquinarguedas@gmail.com

El autor es politólogo.