La otra Costa Rica

Con un par de aguaceros, nuestras cloacas, alcantarillas y acequias rebosan de inmundicia

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La farsante. La mentirosa. La de los dobles, triples y cuádruples discursos. La cínica. La que se engaña a sí misma, y de paso estafa al mundo. La que exhibe la cima del Chirripó como fachada de exportación, pero esconde sus pestíferos focos gangrenosos, sus úlceras supurantes, toda la inmundicia de sus más sórdidos rincones. La mugre física, correlato de la falta de urbanidad, solidaridad y consideración de toda una colectividad.

Sobre la ruinosa autopista Florencio del Castillo, un kilómetro al este de La Galera, alguien cometió el error de desbrozar una de esas áreas baldías llenas de yerbajos, charrales y maleza que brotan, con indisciplinada exuberancia, en medio de nuestras ciudades y a la vera de nuestros caminos. Se trata de la “isla” de zacate que separa las vías de la autopista, frente a Walmart, y se extiende por dos vergonzosos kilómetros del trayecto.

¡Ah, qué revelación! Conforme el zacatal se arralaba, iba quedando expuesto lo que en él se ocultaba. Porque, en Costa Rica, este tipo de microjunglas urbanas se ha convertido en botadero de cadáveres, en refugio de indigentes y pedreros, y en jardín de las delicias terrenales, en moteles ad hoc para parejillas un tanto apremiadas por el clamor de sus vísceras. Y fue así como, progresivamente, emergió a la vista de los pasantes lo que el charral encubría.

Desenmascarado. Resulta que durante años los automovilistas que transitaban esta triste comarca habían estado usando el matorral a guisa de basurero, por colectivo, tácito acuerdo. Tan fácil como sacar la mano por la ventana, y tirar la porquería en el montazal. Ahora rapado, el paisaje es repugnante, nauseabundo. Como si la sombra de Jung, Mr. Hyde, el licántropo y el vampiro costarricenses hubiesen ido brotando lentamente del fondo del hoy desenmascarado charral.

Antes que extenuarme intentando una descripción del lugar, invito a todos los costarricenses a que vayan a verlo, a que concurran a la cita con sí mismos: el lugarejo nos retrata con implacable fidelidad. Vayan, amigos, así no fuese más que por curiosidad. Tomen fotos del basurero, súbanlas a las redes sociales, asúmanlas como fundamento mismo de nuestra identidad.

Vean la porquería, y luego díganse: eso somos nosotros, este charral es obra nuestra –colectiva, clandestina, laboriosa–, es la expresión más directa de nuestra enferma concepción de la convivencia.

El costarricense asume que un sitio público no pertenece a nadie, y por lo tanto es lícito convertirlo en letrina. La noción de “público” se traduce en “no es de nadie”. ¡Muy por el contrario, es de todos, y por consiguiente debería ser objeto de respetuosísima atención de nuestra parte! Con un par de aguaceros, nuestras cloacas, alcantarillas y acequias rebosan de inmundicia, se taquean y generan inundaciones. Todo esto es tan retorcido, tan perverso, y revela facetas tan tenebrosas de nuestro ser colectivo, que bien merece un estudio profundo.

Me pregunto, por ejemplo, lo que Bachelard hubiera concluido, al examinar el uso del espacio público por parte de los costarricenses. ¿Será que hemos terminado por asimilar nuestras acequias urbanas, nuestros caños y alcantarillas, a todo cuanto es oscuro y subconsciente? ¿Será posible que vivamos bajo tal grado de represión? ¿Habremos adquirido el hábito de barrer bajo la alfombra todo cuanto en nuestro ser nos parece abyecto, infame, corrupto? ¿Será nuestro sistema de alcantarillas un enorme réservoir, una especie de tanque séptico donde desaguaría toda la roña psíquica que no somos capaces de aceptar en la esfera consciente? Quizás un poquillo de psicoanálisis nos caería bien.

Fealdad física. Así que ahora el contenido del lote está expuesto, tal el chancro bajo la crema que lo ocultaba. Y ahí, yaciendo en un maremágnum de inmundicia, está toda la sensibilidad social y cívica del tico. De nuevo, la dimensión estética del espectáculo –horrendo, qué duda cabe– me preocupa únicamente en tanto que correlato de una ética implícita: aquí la fealdad física desnuda una ruindad ética que es verdaderamente consternante. No es un problema de miseria material, sino de miseria espiritual y axiológica. El rostro feo expone, en este caso, un alma necesariamente fea… y eso es lo que me perturba.

Amigos: ya tenemos el río más contaminado de Centroamérica. El Tárcoles, que le tributa al Virilla, recoge el excremento de toda la meseta central (dos millones de individuos haciendo pipí y popó –permítanme ser tan gráfico como sea posible-).

En efecto, el Ocloro, el María Aguilar, el Torres y el Tiribí –todos convertidos en tanques sépticos– le regalan su bazofia al Virilla, y este generosamente se la cede al Tárcoles. Nuestro río “de exportación” para el turismo de aventura –los cocodrilos, las aves acuáticas, Tarzán– es, en realidad, una cloaca que arrastra montañas de plástico, vidrio, aluminio, chatarra, mercurio, diésel, residuos de refinerías, neumáticos, perros y vacas muertas, cadáveres de automóviles… y, de nuevo, la materia fecal de la mitad del país.

¡Y así va la gente a comer mariscos en los restaurantes de la zona! Es tal la cantidad de inmundicia que el río drena y obsequia al océano, que no comprendo cómo los lagartitos no han mutado, y no ha brotado de nuestras aguas un Godzilla tropical que siembre el terror en la comarca.

Subterránea naturaleza. Ya sé que las presas viales no estimulan las excursiones de esta laya, pero debo insistir: dense una vueltita, amigos, por el paraje que he descrito. Es el tico desenmascarado, el antifaz que se nos derritió, nuestra subterránea naturaleza, “expuesta a todas las luces del solsticio” (Valéry). Por supuesto, será fácil impugnar a la municipalidad, y, en efecto, a ella corresponderá higienizar el Chernóbil de basura que fabricamos por desidia, irrespeto y egoísmo –que, en el fondo, es la noción que deberíamos explorar–.

Pero jamás municipalidad alguna podrá cosmetizar a un pueblo con vocación de basurero, un pueblo desaseado, un pueblo que no se concibe a sí mismo como tal –un organismo biológico y social donde el actuar del todo depende de la funcionalidad de las partes–, sino como una federación de egoísmos, de negligencias, de perezas, de descortesías; en suma, de individuos insulares, que coexisten pero no cooperan.

Vivimos en relación de contigüidad –lo propio de los objetos–, pero desconocemos la solidaridad, ese valor que no se expresa en grandes gestos heroicos… sino en la mera cortesía de no botar basura en sitios que nos pertenecen a todos.

El autor es pianista y escritor.