Jacques Sagot: ¿Con qué se come el “intelectual”?

Adoro a todas las personas que asumen y defiende sus ideas apasionadamente

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¿Qué es eso que hoy en día llamamos “un intelectual”? El término me irrita. ¿Es un filósofo? ¿Un poeta? ¿Un profeta? ¿Un señor que ha leído muchos libros? ¿Un especialista? ¿Un escritor? ¿Un crítico de la cultura, de la sociedad? ¿Un historiador? ¿Un científico? ¿Un artista? ¿Un señor que se expresa de manera erudita y culterana? ¿Un libre pensador? ¿Un humanista? ¿Un místico? ¿Un sabio? ¿Un hablador de paja? Nada de eso.

Categoría de aparición relativamente reciente, producto del siglo de las luces, el “intelectual” surge ahí cuando la filosofía comienza a desmembrarse, a perder su estatus de “ciencia de las ciencias” de “discurso de los discursos”.

El “intelectual”, a fuer de pretender serlo todo, termina por no ser, stricto sensu, nada. No hay de él definición posible. En la Grecia clásica jamás se hubiera hablado de tal cosa (un sofista –“maestro de sabiduría”– no era un intelectual, en el sentido moderno de la palabra).

Un intelectual es, simplemente, alguien que usa su intelecto: ¡Todos lo somos! Generalmente asociado a la cultura laica, a la libertad de pensamiento y al ateísmo o agnosticismo, el intelectual puede igualmente ser un hombre profundamente religioso (¿no lo serían Marcel, Maritain, Mauriac, Claudel, Chesterton, De Fumet?).

¿Hay que fumar pipa doctoralmente y lanzar volutas de humo entre viejos volúmenes de sabiduría antigua, usar sacos con parches en los codos, lentes delatores de prolongadas lecturas, haber publicado sesudas monografías en revistas especializadas, tener augusta barba entrecana y caminar con aire absorto y mohíno para ser intelectual?

Nuevos ingredientes. A esto tendríamos hoy que añadir varios ingredientes: ecologismo, indigenismo, vegetarianismo, marxismo, althusserismo, neotrotskismo, conocimiento del pensamiento complejo de Morin, tener alguna idea de lo que significan la paradoja de Russell o el teorema de Gödel, una manita de barniz de Lacan, Barthes, Derrida, Baudrillard y Lyotard, deconstruccionismo, psicoanálisis de pacotilla, crítica implacable de la civilización occidental, feminismo de choque ultrarradical, yoga kundalini, oír a Piazzolla y música de la pretenciosamente llamada “nueva trova”, oponerse al neoliberalismo luciferino y mefítico, frecuentar restaurantes macrobióticos, usar trajes étnicos, ponchos, sandalias, bolsos de mecate, tener una mesa reservada en todos los cafetines universitarios, cultivar la floriterapia, aromaterapia y musicoterapia, pretenderse anticlerical o bien ser comunista “de rosario en mano”, veleidades zen e hinduistas, asumir que El unicornio de Silvito vale tanto o más que la Missa solemnis de Beethoven (¡qué eclecticismo estético, que pasmosa amplitud de criterio!), declararse amante del canto gregoriano o de la música barroca, aun cuando no se entienda un carajo ni de uno ni de la otra, practicar el sexo tántrico, suscribir al sincretismo religioso (“religión a la carta”), and so on and so forth.

Todas las ideologías o prácticas mencionadas tienen su pertinencia, su valor, y algunas de ellas son, de hecho, perentorias. Todas merecen, individualmente, respeto y ser objeto de riguroso estudio.

Hace algunos años me referí a este mismo tema y un señor con serios problemas de lectoescritura creyó que yo estaba descalificando en masa todos los conceptos aludidos. Ese no es el punto. El punto es el zurcido de parches ideológicos en que se convierten, al constituir una configuración, una pose, un repertorio de ideas mal digeridas y adoptadas únicamente para usar lo que Mallarmé llamaba “las contraseñas de la tribu”. Gregarismo puro.

Identidad como problema. También en la logosfera intelectual existen los rebaños, los enjambres, las piaras, el cardumen. Seres que quieren pertenecer a algo: eso es todo.

La desesperada necesidad de filiación que atenaza al ser humano de la posmodernidad. Preferible ser ecologista, indigenista, saprissista, militante por los derechos animales, integrante del club de fans de Michael Jackson o así no fuese más que miembro del grupo de apoyo mutuo “corazones solitarios”, que no ser nada.

Precario fundamento ontológico, frágil principio de identidad, convengo, pero peor sería quedarse desustanciado. Porque ese es justamente el problema: en un mundo donde la identidad se ha convertido en un problema, la gente “confecciona” una identidad a través de su adscripción a algo. Seré aquello a lo que pertenezca, seré aquello en lo que milite. Triste cosa, porque las “pertenencias” o “militancias” siempre serán puramente adjetivales con respecto al núcleo humano de una persona.

¡Qué fácil ser intelectual! ¡Huy, sí, sí, qué ilusión, yo también quiero ser un “intelectual” cuando sea grande!

Un guiso, una receta, una fórmula, una compota: se echan todos los ingredientes mencionados, se baten en la licuadora, ¡y ya está: listo para disfrutar, frío o caliente!

No, nadie sabe a ciencia cierta lo que es un intelectual. Alguien que piensa, supongo, y hace de esto un oficio. Piensa para eximir a los otros de la responsabilidad de hacerlo. Le pagan por ello.

Y no se asombren, amigos y amigas, de toparse “intelectuales” y “libre pensadores” que los instarán a libre pensar… ¡siempre y cuando usted “libre piense” como ellos!

Dictadorzuelos del pensamiento, fundamentalistas que preconizan la libertad de pensamiento, pero fusilarían, si pudiesen, a todo aquel que de ellos discrepe. “Libre piense: ¡pero que sea como yo!”.

Nos ofrecen un reino… dentro de su imperio. Torquemadas disfrazados de Voltaire. ¡Que viva el libre pensamiento!

Intransigencia. Y ahora sí: he aquí el manual con la lista exacta de cosas que debe decir y aquellas que debe abstenerse de decir, so pena de ser segregado y denostado. ¡Qué brutos, qué clase de librepensadores! Por mucho que se nieguen a reconocerlo, su entraña profunda es de integristas, de dogmáticos y monolíticos pontífices de sus respectivos credos.

Tóquenles su “nervio sensible”, y el “librepensador” se convertirá en el más feroz e intransigente fundamentalista.

No, amigos: yo no soy un “intelectual”. No sé qué significa tal cosa, y como noción no me inspira más que suspicacia y desconfianza, especialmente cuando es equiparada a una especie de “iluminación” que establecería una estructura vertical de poder sobre los demás.

¿Mi verdadero oficio? Provocador profesional y especialista en la no especialización. ¡Jamás hubo actividad tan divertida y gratificante; doy testimonio de ello!

Adoro a las personas que asumen y defiende sus ideas apasionadamente, pero me aburren atrozmente aquellos que se toman a sí mismos con demasiada seriedad.

Jacques Sagot es pianista y escritor.