Foro: Beethoven: 250 años después

El compositor alemán canta hoy a la humanidad asolada por un virus: ¡Oh amigos, no esos tonos!

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Algún autor latino escribió que la música es la ciencia del modular bien. Un arte que se «epifaniza» en una acción libre del espíritu con la capacidad de deleitar; un movimiento ordenado cuyo fin es la belleza.

Todo quien entra en este maravilloso mundo que es la música inicia un recorrido hacia sí mismo, un largo e intrincado viaje por los vaivenes de los propios demonios.

Se puede decir que existe un binomio belleza-música mediante una estructura numérica: solo ella es capaz de producir en la multiplicidad, armonía.

La unidad bellamente edificada sobre la conjunción armoniosa de los elementos admirablemente colocados, ¿quién podrá renunciar a identificar sus sentimientos más profundos y, por tanto, más humanos, al lado de piezas musicales de Mozart, Bach, Chopin, Tchaikovsky o Hildegarda de Bingen?

Conforme se agrupan las notas y se da la ordenación a un fin, tanto la música como la propia vida adquieren sentido y armonía, y en ambas es inherente un carácter sacrificial.

Cuando la nota es emitida, emprende un éxodo, una vibración en conjunto, solo así alcanza su misión; lo mismo la vida, solo cuando comprende que su objetivo es acortar distancias, solo cuando asume el viaje apasionante al mundo del otro, solo así parece tocar la belleza, sumirla y embriagarse de ella, solo así la vida toca el ritmo más propio y asume el sacrificio admirable de la armonía preexistente.

Lo que la propia vida toca en su viaje a la alteridad, en la unidad admirable de la belleza que se sacrifica, nunca será para destrucción o aniquilamiento; será para edificación: tanto la vida como la música parece que son en la medida en que dejan de ser. Exigen, por tanto, ser tocadas con maestría.

Merecido reconocimiento. A propósito de esto, Beethoven es un ilustre preceptor. Justo este 16 diciembre se celebra el ducentésimo quincuagésimo aniversario de su nacimiento y parece justo un merecido reconocimiento a este maestro, diríamos, del sacrificio.

La última sinfonía que compuso, la n.° 9 en re menor, op. 125, es quizá su obra más trascendental. Estrenada en Viena en 1824 parece con ella mostrarnos algo de lo que es la vida: sacrificio que tiende a la belleza.

Un primer movimiento musical comienza con matices de inestabilidad, algo velados, como la vida: conjunción entre dolor y belleza, pasividad y movimiento, decisión y duda; luego, un segundo movimiento transmite lucha, un combate necesario que debe librarse (¡la vida es combate!); el tercero, un adagio, una parte más tranquila que incita a pensar, una especie de metamorfosis silenciosa, un momento de reflexión durante el cual surgen las grandes preguntas y, como pasa en todo lo verdaderamente significativo, cuanto más se piensa en ello, más preguntas surgen; para dejar espacio a la última parte, la más conocida y, podría decirse, la conclusión lógica de haber vivido entre claroscuros, de haber combatido y de haber pensado: el canto exultante a la libertad.

No esos tonos. Hoy, Beethoven, casi 200 años después de la composición de esta magnífica sinfonía, canta a la humanidad asolada por un virus: «O Freunde, nicht diese Töne!» (¡Oh amigos, no esos tonos!).

No los tonos de la autodestrucción, del aniquilamiento, de la imposición, del egoísmo y de la violencia. ¡No esos tonos! ¡Pongámonos de acuerdo con otros tonos! Unos que hablen de un sacrificio que haga sinfónica la vida.

Nuestra generación será juzgada por la capacidad de entonar juntos un sacrificio digno del ser humano, será juzgado el que «logre el golpe de suerte, de ser el amigo de un amigo», y el que pueda llamar suya siquiera un alma.

Pero quien jamás lo ha podido ¡que se aparte llorando de nuestro grupo!, canta el recitativo que Beethoven toma de F. Schiller.

Cuanto más pura y verdadera sea esta experiencia, especialmente en tiempos de crisis, mayor será la vida hecha música y la música hecha vida, y, así, ambas, al encontrarse más a sí mismas en la medida en que se sacrifiquen, en que dejen de ser, la belleza que brote de las dos será la silenciosa, pero eficaz armonía de unas cuerdas tocadas al compás de la conciencia y el corazón.

dariomoyaaraya@hotmail.com

El autor es estudiante universitario.