El tiempo y yo

El devenir, ¿qué es sino el más piadoso eufemismo jamás inventado para aludir a la muerte?

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“Nostalgia” es una palabra débil, muy débil, para describir esos momentos cuando el pasado se enseñorea del presente, nos duele respirar y el pecho se cierra como si quisiera proteger y triturar a un tiempo el corazón. Pesadez del alma, pesadez del ser.

El diagnóstico que generalmente se emite es demasiado fácil: tal vivencia tiene que ser dolorosa, puesto que representa una forma de exilio: salirse del aquí y del ahora –del “aquihora”– e instalarse en algo que ya no es, y que, como tal, participa de la definición misma de la muerte: no ser. Porque, según san Agustín, el pasado –como el futuro– es justamente aquello sobre lo no se puede predicar nada, excepto que “no es”.

¡Ay!, para que algo deje de ser, tiene que haber sido: he ahí el problema. Así vistas las cosas, la filosofía de Heráclito, el devenir, el río en el que nadie se baña dos veces, es la concepción del tiempo más profundamente melancólica que sea dable concebir.

Bajo el rostro luminoso de la renovación se oculta el de la pérdida. Y el “devenir”, ¿qué es, sino el más piadoso eufemismo jamás inventado para aludir a la muerte? Antes que celebrar mi nuevo río, lloro el que ya se fue, ese que, al decir de Jorge Manrique, “va a dar a la mar, que es el morir”.

Heráclito es el modelo y el santo patrono de toda la poesía de la melancolía (¿existe acaso otra?) que en el mundo se ha escrito. Infinitamente más que Lamartine, Musset, Becquer, Verlaine, Dickinson, Machado, Juan Ramón Jiménez… que solo se permitían ser melancólicos cuando querían.

Sí, Heráclito era, por lo menos, tan poeta como filósofo. Pertenece a ese linaje de pensadores caracterizados por una agudísima sensibilidad temporal –más que espacial–, en el linaje de san Agustín, Unamuno, Machado, Bergson, Proust.

Quimera. Siempre he propendido –lo cual no está de moda, ya lo sé– a su antípoda: Parménides. La quimera de un Ser redondo, perfecto, eterno, inmóvil –o más precisamente, donde el movimiento y el cambio no serían más que una ilusión– ha despertado ecos profundos en mi corazón. ¿Quimera? ¡Acaso no lo sea, después de todo! Es, por lo menos, mi intuición profunda, atávica, inexplicable.

El tiempo lineal solo es concebible en su representación gráfica, espacial y geométrica: la línea recta. Por lo demás, no existe. No reconstruyo mi vida de manera cronológica. No puedo. No debo.

La vida no es una línea ni un vector, no va del pasado hacia el futuro, con breves paradas en el presente (“distensiones”, las llama san Agustín). No es un trayecto continuo, unidireccional y entrópico. ¿Sugiero que la vida debe ser reconstruida de adelante hacia atrás o comenzando in media res y procediendo en una u otra dirección? ¿Dejaría acaso por ello de ser cronológica y lineal?

La prolepsis como la analepsis son, ambas, hijas de Cronos: nada cambia con el hecho de que nos dejemos llevar por la corriente hacia la desembocadura, o que remontemos el río en pos de su olvidada naciente.

El tiempo. Hay otro criterio para “organizar” y “reconstituir” la vida, y “experimentar” el tiempo: un criterio primordialmente emocional y, en cierto sentido, cristalizado fuera de los relojes y calendarios. Llamémoslo, con toda propiedad, impresivo y subjetivo. Solo es válido en la reminiscencia, en la evocación, en la cercanía o la lejanía emotivas que ciertas vivencias dejan en nuestra memoria.

Lo más cercano a nuestro presente no es el día de ayer: es la más intensa de las alegrías o el más atroz de los dolores que hayan marcado nuestra vida. Lo más lejano al presente –lo que ha quedado realmente rezagado o enterrado en el pasado– son aquellas vivencias que no dejaron huella en nuestra conciencia.

Eso es el tiempo para mí. Una jerarquía de intensidades, o si así lo prefieren, un calendario puramente personal, subjetivo, impresivo y nunca lineal.

El pasado lejano –o lejanísimo– es el naufragio de aquellas vivencias que no penetraron la primera capa histológica del alma. El presente constitutivo de la personalidad, el presente activo, el presente que realmente está presente (valga la redundancia) es una suma de impresiones y de sobreimpresiones cuya inusitada intensidad establece una perspectiva hecha de presencias y ausencias, de improntas y olvidos, de paroxismos y meros archivos.

Y es así como mi presente bien puede ser el día, allá en el fondo de la infancia, en que descubrí el agua; e inversamente, el minuto que acabo de vivir, o el día de ayer, o los últimos diez años de mi vida, quizás vacíos de agonías y de éxtasis, formen ya parte de un pasado pasadísimo, posiblemente irrecuperable.

Siendo la evocación mi manera de asomarme a mi propia vida, el único método organizacional que juzgo honesto es el que se fundamenta en una concepción del tiempo –repito– emotiva, impresiva, subjetiva, jerarquizada, completamente ajena a la cronología “objetiva”, y categorizada aeterno modo. La emoción informa y estructura al tiempo.

Recuerdos. Aunque el hecho aconteció hace catorce años, yo puedo afirmar que mi hermano murió ayer. La hondura de la impresión, la brutalidad del trazo de gubia sobre la piel de mi alma, harán que mi hermano haya siempre muerto ayer.

También puedo decir que fue ayer cuando toqué, para un público delirante, el Segundo Concierto de Rachmaninoff en el Teatro Nacional, o que publiqué mi primer libro –cosas que, me dicen los almanaques, acontecieron en 1997–.

Cuando Machado afirma: “Hoy es siempre todavía”, la reflexión vale únicamente para aquellas vivencias que representaron paroxismos –de gozo o de dolor–.

El pasado cercano, inmediato, siempre está hecho de experiencias extremosas: por ello la conciencia, haciendo trizas los calendarios, las ubica ahí. Y correlativamente, esa tediosa fila que tuve que hacer ayer para resolver un banal embrollo burocrático, no sucedió realmente ayer: mi corazón ya desterró la experiencia a un pasado por poco antediluviano, con el propósito de que siga alejándose, y propendiendo asintóticamente hacia la nada.

El tiempo es, también, una función de la emoción. Es ella quien lo estructura, es ella quien lo constituye, es ella quien lo informa, es ella quien lo corporeiza.

La emoción dispone qué viene antes y qué viene después. Y dentro del antes, qué fue a escorar al antes del antes; y dentro del después, que fue remitido al después del después.

Tiempo = emoción. He ahí la ecuación que quería hoy compartir con ustedes. Ahí me dirán qué les parece.

El autor es pianista y escritor.