El regalo no apreciado

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Trágico desencuentro: Sócrates y Alcibíades. El efebo más bello de Atenas quería el cuerpo del filósofo. Pero este nunca se lo dio. ¿Qué hizo en su lugar? Prodigarse en sabiduría. Su experiencia del amor se trocó en pedagogismo. Y le hizo el don de todo su saber. No era lo que Alcibíades quería, o mejor dicho: no entendió, el pobre, todo el erotismo que había detrás de la dación de Sócrates. No “leyó” correctamente su gesto: el hecho de que aquella era su mejor forma de amar.

No entendió que para Sócrates el eros y el logos eran la misma cosa o, más bien, que era en la profusión del segundo que se manifestaba la intensidad del primero. Y todo cuanto obtuvo del malagradecido de Alcibíades fue hacerse acusar de verboso y de magisterial.

Los hay que aducirán: no basta con amar: hay que amar como el otro quiere ser amado. ¡Ay, amigos: cada cual ama como puede, y con lo que tiene! Por otra parte, conviene justipreciar el gesto de Sócrates: era un hombre atrozmente feo, “en su rostro llevaba escritos todos los pecados de su pueblo” (Sabato).

Por su parte, Alcibíades era la plenitud misma de la hermosura física. Sospecho que Sócrates nunca logró creer que su cuerpo pudiese despertar tal sed erótica. Su implacable espíritu crítico le habrá revelado que su horripilancia solo podía desdorar la belleza de su pretendiente. Tuvo la generosidad –y la consideración– de darle a Alcibíades la mejor parte de su ser, la única que él juzgaba digna de ser compartida. ¿Que el guapetón no supo apreciarla? ¡Tanto peor para él!

El autor es pianista y escritor.