El domingo de los indecisos

Votaré por algo, sí, por la opción más decente, porque el barco no se hunda, para asustar a los ladrones y a los tiranos, pero no me pidan que sonría, eso sería demasiado.

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Votábamos por el mejor. Salíamos a la avenida ondeando banderas o sonando la bocina porque nuestro candidato era el mejor. En la acera de enfrente, el otro, el antagonista, defendía su verdad y su estandarte, pero ambos pertenecíamos a la estirpe sagrada de los que creen en algo, en alguien.

San José era una fiesta. Queríamos trabajar pegando calcomanías en los carros afines que se detenían en nuestra esquina y cuyos ocupantes, sacando el pulgar en alto, orgullosos, daban a entender que peléabamos por lo mismo: súbitamente hermanados en la esperanza. Queríamos trabajar de guías, de choferes, ir a plazas públicas a sentirnos embriagados de triunfo; tocar la puerta del vecino indeciso y convencerlo del rectángulo donde debía poner el pulgar manchado de tinta. Creíamos. En eso eramos generosos: creíamos.

Y por encima de nosotros, como una bendición de la que no se tiene conciencia, nos unía la fe en el sistema y en cierta cordura electoral que no se expresa en el individuo, sino en la suma de las partes.

Los candidatos ensayaban su carisma, practicaban frente al espejo las diversas fórmulas de la retórica, imitando la oratoria de caudillos de otro tiempo.

Nos palpitaba el pecho cuando en la tarima al fin aparecía el líder y se refería a nosotros al pintar un futuro semejante a la Ciudad del Sol, en el que no quedaba lugar para el pasado o el reproche.

Eramos el rebaño elegido en un país ya de por sí sacrosanto y ejemplar. ¿Qué podía salir mal?

El vacío. Pero hoy, la utopía ha sido desterrada de nuestros corazones. En las redes sociales, los candidatos compiten deslucidamente por nuestra atención, reclamada por miles de páginas alusivas a otra cosa, más banal, menos punzante. Del arte de la retórica no queda nada, sacrificada en el cadalso del ataque artero y la puja por la promesa más delirante y absurda.

En esa tierra baldía, abonada por una seguidilla de gobiernos fallidos, solo germinan nuestra apatía y nuestro desconcierto: somos los indecisos.

Y, sin embargo, hay que votar. Hay que seguir adelante de la misma manera que cada mañana, sin importar como marchen nuestros asuntos, nos bañamos, nos vestimos y salimos para el trabajo.

Hay que cambiar el gobierno y cuidar la maltrecha salud de un sistema democrático abusado de mil maneras, atacado por una corrupción que ha hecho metástasis en la mayoría de sus órganos y sobrevive esperando una cura milagrosa.

Hay que escoger un rectángulo. La marea inmensa de los decepcionados, a quienes la estadística da la victoria, deberán acudir ese día y ser los ciudadanos que deben ser. Ese es el precio mínimo por vivir en un país civilizado y bendito.

Desde la hoja doblada meticulosamente, nos mirarán doce hombres y una mujer con sonrisa de vendedor de maravillas traídas de muy lejos. Esa hoja —que atestigua nuestro efímero poder— equipara, como diría Serrat, al prohombre y al villano; esa hoja resume el límite de lo posible con su oferta de prestidigitadores y falsos magos.

Los lobos. Uno se pregunta cuándo ocurrió. Cuándo los aspirantes pasaron de mesías a lobos ocultos por una piel de oveja que los cubre a duras penas. Y cuándo —esto es lo que más me desconsuela— dejamos de votar por el mejor y pasamos a votar por el menos malo.

Cuándo, en la proyección de nuestras ilusiones, pasamos de contabilizar ganancias a minimizar pérdidas. Y, después, como respondiendo a una fuerza de gravedad macabra, seguimos en caída libre y dejamos al menos malo a merced de su mediocridad y decidimos votar contra alguien, para que no quedara el nefasto, el dictador en ciernes o el cleptócrata. Esta es la flaca verdad: hoy votamos en contra, no a favor. Habría que llamarlo una perversión de la democracia o una consecuencia de la desbandada de los buenos de la sucia arena de la política.

Lo cierto es que, como si marcháramos al matadero, nos piden elegir, morder una manzana que con certeza nos expulsará de lo que queda de este paraíso.

Segundos vitales. Y, sin embargo, hay que votar. Tendremos 15 segundos de intimidad con esas caras que nos miran desde la papeleta y que, muy probablemente, al ser investidos, dejarán de sonreir y de reclamar nuestra simpatía. Muchos ya habrán tragado la promesa, cuya carne blanda esconde el agudo anzuelo. Otro creerá tener garantizada la dádiva, el empleo, la sopa de lentejas. Pero el desencantado no: está allí, con la posibilidad de anular, de emitir un grito de tinta, de protestar a solas mientras el reloj corre.

Deberá escoger entre la sensatez y la rabia. El voto nulo será su acto de libertad, su reafirmación civil, pero tan inútil como el absurdo. La sensatez, por otro lado, lo obliga a creer que esa gota de agua en el gran mar de los electores cambiará algo para bien. Que dará en el clavo, que hizo lo que pudo, entresacando del mar de palabras y propaganda una perla de verdad y de certeza.

Me pregunto si ese es el momento existencial que resume la sabiduría colectiva de este pueblo, su permanente rechazo de los extremismos, su silenciosa condena de los corruptos. Cuando se da cuenta de que al votar en contra vota, por definición, por algo.

El trágico eslogan de Rodolfo Piza (“Vote por algo”) resume en tres palabras la magnitud de nuestro desaliento. Votaremos por algo, sin fe, sin ilusiones, sin empatía, porque hay que votar. Seremos sensatos porque ya no sabemos ser ingenuos. Votaremos por algo, sin saber a ciencia cierta por qué: las promesas ya no alcanzan para levantarse el domingo y marchar a la urna.

Votaré por algo, sí, por la opción más decente, porque el barco no se hunda, para asustar a los ladrones y a los tiranos, pero no me pidan que sonría, eso sería demasiado.

El autor es curador y crítico de arte.