El concierto más triste de mi vida

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

San Salvador. Marzo de 1982. Estoy sentado en la terraza de un hotel tratando de convencerme a mí mismo de que mi recital, en cuestión de horas, será un éxito. La eterna batalla contra la sombra de Jung, el espíritu del auto-boicot.

De pronto, atraviesan la calle ocho hombres. Van amarrados por los tobillos a una cadena común, las manos esposadas, las caras escrutando la tierra, como si buscasen en ella algo de intimidad, de confortación.

Le pregunto al mozo: “¿Qué es eso?”. “Son prisioneros. Los fusilarán esta misma noche”.

Y, a esa hora, estaba yo al piano, con mi público, en el bello, viejo teatro de la ciudad. Fue el recital más arduo, más infame de mi vida. No habrá otro peor.

Saber que mientras yo tocaba a Liszt, ocho vidas eran segadas: un fogonazo en mitad de la noche. Caerían como marionetas desarticuladas, mientras yo hacía música. Fue un concierto penoso, a flor de lágrimas. El alma se me había volado. De pronto descubrí la atroz futilidad de mi profesión: ¿A quién en el mundo podía importarle que tocase un do en lugar de un re bemol? ¿Ha jamás muerto alguien, por semejante gazapo? ¿Qué valor, qué importancia tenía para el mundo el hecho de que tocase bien o mal?

Ocho hombres caían abatidos en aquel momento. ¿En qué contribuía Liszt al bienestar de un mundo embriagado de muerte? Jamás me sentí tan superfluo, tan prescindible, tan insignificante. Y creo, desde el fondo del alma, que lo sigo siendo.

Jacques Sagot es pianista y escritor.