El acto ético por excelencia

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Solo debe tener hijos aquel que ame la vida y la considere, con todo su gozo y dolor, una experiencia esencialmente bella. Quienes la ven como una absurda cámara de la tortura y persisten en generar progenie, son sádicos de la peor estofa.

Mucho peores que asesinos, este tipo de miserables condenan a un tormento que conocen perfectamente a inocentes criaturas arrancadas a la pureza del no ser. Procrear hijos cuando no se tiene fe en la vida es el más grave crimen que un ser humano puede cometer.

Para traer un ser a la vida, es preciso estar convencido de que, pese a sus bemoles, el mundo es un lugar vivible y que es perfectible a través de la acción humana individual y colectiva.

Que tengan hijos aquellos que, al contemplar retrospectivamente el vasto paraje de sus existencias, puedan decir, con Nietzsche, y desde la raíz del alma: “¿Con que esto era la vida? ¡Pues que vuelva otra vez!”

Si la vida nos parece estéril, absurda, una sucesión de tormentos desprovistos de sentido, arrojar a un nuevo ser en semejante mazmorra es la definición misma de la inmoralidad. Y no espere que sea ese nuevo ser el que venga a conferir sentido a su vida. ¿Por qué lastrar a la pobre criatura con tan ardua misión?

El capitán del barco debe tener claro el destino de la travesía y las turbulencias del periplo, antes de admitir al viajero a bordo. Traer más vida a la vida, dibujar una nueva criatura en el blanco lienzo del ser, hacer que los surcos labrantíos de la sangre fructifiquen, requiere fe, responsabilidad y amor.

El autor es pianista y escritor.