Debimos ser un país del primer mundo hace rato

Las malas prácticas son muchas, pero me refiero a unas pocas que son las que más impiden hacer viables las propuestas electorales que acaban seduciendo a los votantes

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Pareciera que fallamos en sensibilizar al presidente sobre diversas malsanas prácticas que ofreció superar, sabiendo, como sabemos, que se han dado a contrapelo de la Constitución y, cuando menos, tres leyes: la 5525 (desde 1974), 6227 (1978) y 8131 (2001). Todos las juran sin importarles cómo su incumplimiento ha sido causa primaria del errático bienestar del país.

¿Quién puede enmendar el incumplimiento integral tan oneroso si un presidente decide no hacerlo? Parto de un hecho simple: nuestro sistema presidencial y centralizado de gobierno debía habernos llevado al primer mundo según nuestra Constitución, si los presidentes gobernaran como tenían que hacerlo, los legisladores exigieran cuentas como debían, la Contraloría y la Defensoría fiscalizaran eficazmente (¿y por qué no el Ministerio Público?) y a los medios se les dejara indagar con la rigurosidad conceptual que el régimen de derecho les posibilita para formar una opinión pública más educada, más analítica y crítica.

La madre de las omisiones es que ninguno de los operadores sociopolíticos ha exigido, antes de sugerir irrazonables refundiciones o cierres de instituciones, cuentas a cada ministro por el desempeño de los entes ubicados en el sector o ramo del que cada uno es director político.

Dirección implica, en rigurosa hermenéutica jurídica, ordenar a una entidad su actividad, imponerle metas y tipos de medios y destituir a las juntas directivas solicitándolo al Consejo de Gobierno.

Segundo, la oposición legislativa tampoco se ha molestado en organizarse mediante “ministros sombra” para exigir cuentas a cada ministro rector, renunciando a matar varios pájaros de un solo tiro, pero sin el inocuo desgaste de los dos viejos y fallidos intentos del PLN.

Nunca se entendió que a quien hay que exigir cuentas sobre el CNP, el Inder o Senara no es a cada presidente ejecutivo o junta directiva, sino al ministro de Agricultura, o al de Trabajo sobre los muchos entes que manejan 40 programas para los pobres y a todos los demás según sectores. La sombra debe proyectarse sobre quien manda, no sobre los mandados.

Si solo lo anterior se hiciera, garantizo que el presidente y sus ministros se verían exigidos a ejercer las transformadoras competencias constitucionales del artículo 140, incisos 3 y 8, en pleno provecho del 11 sobre rendición de cuentas.

Un cambio radical se produciría si cada Poder Ejecutivo cumple fielmente cinco articulitos de la Ley General de la Administración Pública (LGAP) y la 5525 de 1974, pues esta hace posible que las 64 instituciones bajo la dirección política del Poder Ejecutivo (nunca las 330 del Mideplán) funcionen como un reloj.

Se lograrían ipso facto muchos mejores resultados en todo campo, pues todas tendrían que hacer lo que sus visionarias leyes de creación ordenan, no las muchas actividades aleatorias agregadas debido a las cuales el Poder Ejecutivo nunca se ha visto obligado a dar cuentas claras.

Ninguna lucha se ha ganado a pesar de los multimillonarios recursos disponibles, más bien, se han estimulado los recelos de tantos costarricenses a causa de la ineficacia de instituciones y burócratas que parecieran servir a los partidos políticos, no al visionario régimen social de derecho.

Las malas prácticas son muchas, pero me refiero a unas pocas que son las que más impiden hacer viables las propuestas electorales que acaban seduciendo a los votantes, sin tener nadie la más mínima idea de que todos, a fin de cuentas, llegan a improvisar el ejercicio del poder institucional que la Constitución y las leyes otorgan.

Seguir nombrando presidentes ejecutivos subordinados de las juntas directivas con rango de ministros sin cartera los convierte en Poder Ejecutivo sobre las juntas o, peor aún, nombrar a una ministra de Vivienda que es rectora sectorial y presidenta ejecutiva del INVU.

Este marasmo jurídico resta eficacia a la labor del gobierno y, más grave, contraviene la Ley 5507 y la Constitución, que estipulan que ambos cargos se ejercen a tiempo completo y sus titulares no pueden desempeñar otros puestos públicos.

Otro ejemplo grosero es el jerarca de Trabajo, que funge como el presidente y, según la ley del MTSS, rector en la lucha contra la pobreza. Pero mediante decreto, los presidentes caprichosamente transfieren esa mayúscula competencia a un presidente ejecutivo sin cartera, sin que la Contraloría y el Ministerio Público chisten.

Al final, ningún “ministro sectorial” da cuentas del desempeño de sus autónomas, y nunca es sancionado o criticado por ello.

¿La contrapartida que podría corregir esta perniciosa práctica? Que legisladores, Contraloría, Defensoría y el Ministerio Público empiecen a exigir a cada ministro que explique si los entes bajo su mando andan tan desarticulados o desviados de sus visionarias funciones legales por habérseles formulado malas directrices escritas, o porque estas más bien nunca se han emitido como debían para “ordenarlas” hacia el único norte que la Constitución, las tres leyes y toda ley orgánica enuncian con absoluta claridad para resolver los problemas que les dieron origen.

¿No es acaso tal laxitud un flagrante incumplimiento de deberes? ¿Por qué han quedado impunes todos los que estando obligados a exigir cuentas en tiempo real, antes de que el despelote se consumara, no lo hicieron?

Un último consejo estratégico a los legisladores serios sobre el recurrente tópico de moda y para el que sin duda emergerán inéditos expertos por doquier: una reforma del Estado que parta del punto ciego de esfuerzos anteriores, al no reconocer cuál es la arquitectura institucional del Estado social de derecho llevará a las mismas improvisaciones de siempre.

Sin estudio ni preparación, jamás seremos el país del primer mundo que debíamos ser, y por eso somos el muy errático país en el que vivimos, producto de esos incumplimientos notorios de los protocolos para el excelente gobierno.

jmeonos@ice.co.cr

El autor es catedrático jubilado de la UCR.