Creo en la vida

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Si la vida tiene sentido, debemos vivirla a plenitud. Si sentimos que no lo tiene, nos corresponde a nosotros conferírselo. Si fracasásemos, nos resta vivir como si tuviese sentido. Seguir adelante siempre: no por mandato religioso o respeto por quienes de nosotros dependiesen, sino porque la vida es un valor absoluto en sí, está por encima de la noción de “sentido”, y debe ser vivida por el mero hecho de que es soberana y sobresee todo cuestionamiento en torno a su sentido o falta de él.

Comprendo que alguien se suicide porque no tolere el dolor que lo aflige. Repruebo, por el contrario, el suicidio de origen “filosófico”, no por cuanto delate un mal vivir, sino porque expone un mal filosofar.

Vivir es, esencialmente, no saber. No saber el valor del valor, el propósito del propósito, el sentido del sentido, la función de la función, la finalidad de la finalidad. Todo esto sería trivial y perfectamente tolerable si no hubiésemos sido dotados por natura de la sed de saber, de la voluntad de conocimiento, de la necesidad de entender, de la libido sciendi (Pascal).

¿Es la vida tragedia, comedia, drama, ópera, sainete, farsa, espectáculo de guiñol? Nada de eso. Es teatro experimental, improvisatorio y aleatorio: nada está ensayado, no hay guion ni parlamentos. Solo tenemos un espacio acotado en el que salimos a hacer muecas y pegar gritos, gozar de los vítores o sufrir los abucheos del público, antes de que sobre nosotros se cierre el inexorable telón de las certezas.

El autor es pianista y escritor.