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Título majestuoso de La Nación de anteayer: “Juez casi triplicó su pensión al ser magistrado por siete meses” (de 2,3 millones a 6,1 millones, su último salario). Según un funcionario judicial, “se le conjugaron las estrellas”, pues en todo ha resplandecido el luminoso Sol del derecho.

Dos poderosos sentimientos humanos se han entrecruzado con esta noticia: la justicia, que si consiste en dar a cada uno lo suyo, no se ha salido del cauce legal, y la envidia, el más mezquino de los vicios. El envidioso enflaquece –dice Horacio– de lo que a otros engorda. Y aquí está el problema. Haríamos mal, sin embargo, en quedarnos con este análisis legalista o en calificar de envidiosos a los críticos, sin tener en cuenta que, además de lo dicho, estos actos administrativos producen indignación.

Y esta indignación nace del lugar de donde brotan casi todas las indignaciones: de la política, es decir, de los gobernantes y de los diputados, repartidores impunes de los bienes del Estado y, como tales, enemigos acérrimos de los contribuyentes. No tiene sentido, por ello, atacar al beneficiario de esta pensión, y de otras de igual linaje, sin reparar en su partera y en su causa: los gobernantes y políticos que, en el pasado, han amamantado y tolerado este sinfín de privilegios o de fueros especiales, algunos de los cuales originaron la crisis de la CCSS y el déficit fiscal actual.

El diccionario de la Real Academia Española define así el privilegio: “Exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o determinada circunstancia especial” y, agrego, aun y sobre todo, por ley, en contra del interés público. Hago hincapié en este último aspecto porque hay –y debe haber– exenciones o ventajas basadas en un fin de interés nacional. La frontera se encuentra, entonces, en el buen juicio, el fin específico y los medios utilizados para otorgar un beneficio de este tipo. Lo demás es corrupción legal.

En esta materia la política nacional se ha salido de madre, al distanciarse de la ética, del bien común, del Estado de derecho y del genuino sentido de la justicia para favorecer el amiguismo o el solo partidarismo. Estamos inundados de privilegios (el mayor, la impunidad) que jamás debieron haberse creado o mantenido. Esta maleza, que poco ha importado a gobernantes y diputados, produce indignación.

Esta indignación, este asalto contra los pobres y contra todos los que piensan, trabajan y producen, no debe trocarse en violencia, sino en una acción radical y ordenada de limpieza nacional y “legal”. Este es un momento histórico.