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Lo bueno de todo esto, como dijo alguien, es lo malo que se ha puesto. Y por malo entiendo no las sorpresas recién nacidas de cada día, sino las que, por muchos años, estuvieron soterradas y que, ahora, por primera vez, conocemos, o bien tomamos conciencia de su trascendencia.

En otras palabras, nos hicimos los tontos por mucho tiempo (una especialidad tica, patentada históricamente) o, sabedores del contenido de lo que estaba pasando y de sus consecuencias, no ahondamos en los hechos, seguros de que, como se ha dicho, pasados los tres días de rigor, el tiempo borraría hasta la memoria de lo acontecido.

Un problema es que los hechos son tercos, necios e irreductibles, y que, no por ignorarlos, desaparecen. Ahí están. El otro problema es que, como dice Wittgenstein, los hechos solo pertenecen al problema, no a la solución, por lo que, tarde o temprano, como toda jarana, saltan a la cara. La jarana del olvido o del disimulo se paga caro.

Estos, pues, son tiempos inolvidables: estamos derrotando al olvido y recobrando la cara no por convicción o decisión, sino porque los hechos (la mala gestión pública, la corrupción, los privilegios etc.), por su fuerza interna, urgidos de solución o de atención inmediata, han salido a flote y no se pueden ocultar. Es la hora del descubrimiento, de la revelación, cuando tomamos conciencia de lo oculto, gracias a la prensa, a las redes sociales o a quienes decidieron, en buena hora, indagar o romper el silencio y hablar.

Si se me preguntara cuál ha sido la característica de este primer año y 9 meses del Gobierno, no dudaría en coronar a la publicidad, entendida esta como el conocimiento, divulgación o noticia de numerosos hechos que, en su hora, pasaron inadvertidos o se ocultaron a propósito, y que ahora, por su fuerza interior o su necesidad, han conocido la luz para que el hecho-problema (Wittgenstein) se convierta en solución. Esta publicidad no ha sido obra del Gobierno. Más bien, su recato o temor, al no pedir cuentas sobre el estado de situación de las instituciones y sobre la responsabilidad de sus antecesores, mediatos o inmediatos, fue una de sus principales omisiones.

Andamos de sorpresa en sorpresa, pero, en verdad, estas no son sorpresas. Muchos sabían y tenían que saber, pero callaron. Es un silencio de más de 30 años. Los hechos se están desenterrando y con ellos se ha revelado la gran mentira y la gran hipocresía de quienes actuaron o callaron, y hoy pontifican. Lo malo de esto no es la publicidad, siempre buena, sino perder esta gran revelación para saber quién es quién y encontrar la senda de la verdad.