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Está en la naturaleza del poder la tendencia a abusar de él. Karl Lowenstein habla del carácter demoníaco del poder. Si esto es así, como lo es, la primera gran prueba de un gobernante es el escogimiento de su equipo o, mejor, de quienes van a ocupar los cargos estratégicos.

Este es un campo minado, pues, además de las condiciones básicas (preparación, honradez a prueba de bombas, carácter y equilibrio mental para ejercer un cargo estratégico), se yergue en Costa Rica el insalvable muro de contención de los salarios y, en el orden del espíritu, el déficit de sentido común (el menos común de los sentidos) o de buen juicio, que solo puede apreciarse en el ejercicio del cargo. En este campo, el gobernante muchas veces decide a oscuras y, cuando advierte que el escogido le ha resultado guero por “las tortas”, chambonadas o tonteras, verbales o de hecho, ya es tarde. En síntesis, la fusión del poder, ya de por sí demoníaco, con la ausencia de sentido común (que no lo confieren los títulos) puede producir tragedias, que se truecan en catástrofes cuando a la ausencia de sentido común se agrega la de sentido moral.

Lord Acton dijo: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Adlai Stevenson agregó: “El poder corrompe, pero la falta de poder corrompe absolutamente”. La realidad política, sin embargo, nos enseña que, si lo dicho es cierto, más cierto aún es que el poder, antes de corromper, atonta, sin diferencias económicas, sociales o intelectuales, y en todos los niveles, políticos o no. No tiene límites. Y su primera víctima, como es fácil documentarlo en nuestro país, es el sentido común o buen juicio.

El sentido común se opone a la falta de juicio o discernimiento. Es, como se ha escrito, una especie de sabiduría universal, de razón común. Es apreciar las cosas en su justo valor. Es saber distinguir “espontáneamente” lo verdadero de lo falso. Es la capacidad de juzgar bien, con mesura, en las cuestiones concretas, que no son susceptibles de ser resueltas por un razonamiento riguroso. Es la razón en estado bruto y un factor de supervivencia y convivencia. La corrupción se puede, en determinadas condiciones, prever, reducir o controlar. La tontera o carencia de buen juicio, en cambio, es imprevisible e incontrolable, máxime cuando la tontera se hermana con la iniciativa.

Sirva lo anterior también para valorar la fuerza deletérea antidemocrática de las listas cerradas y a oscuras para elegir a los diputados, y el miedo cerval de los caciques y de sus beneficiarios a reformarlas, cuya irracionalidad desemboca en el reglamento interior de la Asamblea Legislativa.