Editorial: Putin, ¿zar contemporáneo?

Putin se asemeja hoy más a un zar contemporáneo que a un presidente republicano. Además, durante los últimos años ha emprendido una política exterior amenazante, agresiva, expansionista e interventora.

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Con su popular y férreo crítico Aleksei A. Navalny eliminado de la contienda por manipulaciones legales; con la oposición (real o fingida) fragmentada en siete candidatos, y con el aparato del Estado volcado masivamente a su favor, Vladimir Putin fue elegido el pasado domingo 18 presidente de Rusia para un tercer período de seis años. Si a ellos sumamos el sexenio que ejerció como primer ministro (2006-2012), mientras su dócil escudero Dimitri Medvédev le cuidaba la silla, su permanencia en el poder llegará a sumar 24 años consecutivos.

Qué pasará después, es algo aún indefinido, pero lo que sí resulta incontrovertible es que su dominio cada vez más concentrado, absorbente y vertical del Estado, el debilitamiento de los demás poderes, la complicidad de las élites económicas más encumbradas, el control sobre los medios de comunicación y el creciente ahogo de la sociedad civil, han reducido dramáticamente, hasta casi hacerlos desaparecer, los frágiles rasgos democráticos de Rusia.

Hoy Putin se asemeja más a un zar contemporáneo que a un presidente republicano. Además, durante los últimos años ha emprendido una política exterior amenazante, agresiva, expansionista e interventora. Unas veces la ha apuntalado en la amenaza o el ejercicio crudo y duro de la fuerza, como lo atestiguan la represión del separatismo en Chechenia, la anexión de Crimea en el 2013, su intervención militar en Siria desde hace dos años, la concentración de tropas y equipos militares en las fronteras con los países bálticos y Polonia, y la modernización de su arsenal convencional y nuclear. En otras oportunidades, se ha valido de mecanismos de “guerra híbrida”, mediante el uso de grupos armados irregulares, las agresiones cibernéticas, la manipulación informativa y hasta los asesinatos encubiertos. Allí están, como ejemplos, las acciones militares en el este de Ucrania, el hackeo de computadoras y el estímulo a la polarización política durante la campaña electoral estadounidense del 2016, así como el envenenamiento, mediante virulentos agentes químicos, de exespías rusos exiliados en el Reino Unido.

Todo lo anterior constituye una mezcla con gran potencial de desestabilización geopolítica, sobre todo en Europa, pero también mucho más allá de ella. Sin embargo, sus ímpetus externos también han sido fuente de apoyo para Putin por parte de amplios sectores de la sociedad rusa, que ven en él un líder capaz, por un lado, de poner orden interno y, por otro, de devolver a su país parte de una presunta “grandeza” perdida desde la desaparición del imperio soviético. Es algo que la maquinaria propagandística del gobierno se ha encargado de impulsar con gran fuerza. Por esto, el apoyo obtenido en las elecciones del domingo (casi el 77 % de los votos con una participación del 67,5 % del electorado), no solo es producto de las restricciones, la manipulación y el control sobre los opositores, sino también de su popularidad y la falta de opciones viables, al menos hasta ahora.

Las perspectivas para los próximos seis años son poco claras. Si Putin y sus acólitos evitan la tentación de impulsar una reforma constitucional que le permita continuar en el poder indefinidamente, se abrirá a partir de ahora un proceso con miras a la sucesión en el 2024, en el cual es probable que las nuevas generaciones postsoviéticas tengan, o al menos exijan tener, un alto grado de protagonismo. Esto podría dar impulso a nuevas corrientes democráticas y modernizadoras, tanto en lo político como en lo social y económico. A la vez, sin embargo, quienes han gozado de los mayores privilegios podrían unirse a favor de otras figuras autoritarias para no perder los privilegios alcanzados, una posibilidad que incluso podría pasar por actitudes aún más agresivas en política exterior.

Más allá de estas dos posibilidades, así como de las opciones intermedias que podrían desarrollarse, el gran problema de fondo es que el zar Vladimir, lejos de preocuparse por fortalecer una institucionalidad capaz de procesar y guiar el cambio necesario, se ha dedicado a debilitarla. El fortalecimiento de Putin ha sido directamente proporcional al debilitamiento del Estado de derecho y, por tanto, a los problemas ya existentes ha añadido factores de incertidumbre hacia el futuro. Si este fuera, en verdad, su último período, y lo dedicara en parte a la sucesión ordenada e institucionalizada, Rusia y el mundo ganarían. Si no, las pérdidas no tardarán en producirse.