Editorial: Límite a las intervenciones telefónicas

La historia nacional proporciona abundantes razones para no autorizar la participación del Ejecutivo en la escucha de conversaciones

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Diputados de la Comisión de Seguridad y Narcotráfico manifestaron reservas ante la pretensión de ampliar el número de instituciones policiales facultadas para participar en la ejecución de intervenciones telefónicas. La tarea, encomendada a los jueces, puede ser delegada al Organismo de Investigación Judicial (OIJ) o al Ministerio Público, siempre bajo supervisión judicial y con informes escritos del resultado.

La nueva propuesta, plasmada por el gobierno en un proyecto de ley, permitiría la participación de “cualquier otro cuerpo policial” en las escuchas. Eso incluye, por supuesto, a las agencias actuales y futuras del Poder Ejecutivo. Las restricciones vigentes tienen sólido fundamento. Fuera del Poder Judicial, los cuerpos policiales están sometidos a la autoridad política y no es posible conferirles facultades tan extraordinarias sin grave riesgo para las libertades públicas y los derechos del ciudadano.

Hasta ahora, las preocupaciones expresadas por los legisladores se fundan en la falta de preparación de los otros cuerpos policiales para ejecutar tareas tan delicadas, pero hay desvelos de mayor peso, imposibles de resolver con capacitación y entrenamiento. Por el contrario, cuanto más capacitado esté un funcionario dispuesto a violar la santidad de las comunicaciones, más peligroso será para la vida en democracia.

¿Por qué presumir esa disposición en funcionarios policiales del Ejecutivo? Porque la historia obliga. A mediados de la década de los noventa, el país se estremeció por los nexos entre la Dirección de Inteligencia y Seguridad Nacional (DIS), policía política adscrita al Ministerio de la Presidencia, y la empresa española Astur, investigada, entre otros motivos, por actividades relacionadas con el espionaje telefónico.

Años más tarde, sin el menor indicio de la comisión de un delito, la DIS ejecutó labores de espionaje y seguimiento a dirigentes sindicales y diputados relacionados con la oposición al Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica, la República Dominicana y Estados Unidos, una práctica inadmisible en un país democrático.

Poco después, se supo de la costumbre entre agentes de la DIS de “redondear” el salario con servicios prestados a terceros. El exministro de Seguridad Pública Fernando Berrocal llegó al punto de afirmar, en la Asamblea Legislativa, que exagentes de la DIS daban seguridad a narcotraficantes.

En cualquier caso, la sola posibilidad de un agente de la policía política al servicio de intereses particulares, no importa su naturaleza, es motivo de honda preocupación dado su acceso a informaciones sensibles para la seguridad nacional y para los derechos de los ciudadanos.

La recopilación de expedientes e informes sobre ciudadanos respetuosos de la ley también es fuente constante de preocupación. En una oportunidad, la inquietud afloró cuando la DIS intervino para evitar la naturalización de un periodista sin cuentas con la justicia, pero desafecto en lo político del gobierno de turno. El Tribunal Supremo de Elecciones no tardó en hacer caso omiso a la injustificada objeción.

Hay muchos incidentes más, pero basten los apuntados para demostrar que el temor a la ampliación de las facultades de los cuerpos policiales sometidos a la autoridad del Poder Ejecutivo no se funda en motivos teóricos. La historia nacional proporciona abundantes razones, para no mencionar las aportadas por la experiencia internacional.

Los casos citados a manera de ejemplo sucedieron, además, sin que existiera una ley como la pretendida por el Ejecutivo. La lucha contra la delincuencia exige esfuerzos extraordinarios, pero es preciso librarla sin poner en peligro la vida democrática. Seguridad ciudadana es, también, la posibilidad de ejercer los derechos fundamentales sin temor al abuso de autoridad.