Editorial: La inaceptable intolerancia

Cerrar escuelas para imponer convicciones personales y mal informadas resulta intolerable. Debemos hacer todo lo posible por frenar la crispación inducida desde posiciones de autoridad.

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El pasado jueves, al iniciarse el curso lectivo, el país fue testigo de una inusual, injustificada y peligrosa muestra de intolerancia e irrespeto. Grupos de padres de familia en los cantones de San Carlos, Pérez Zeledón y Limón cerraron el acceso a 20 escuelas e impidieron que 2.704 niños recibieran clases o tuvieran acceso a los comedores escolares. Su móvil: oponerse al Programa para la Afectividad y la Sexualidad del Ministerio de Educación, bajo supuestos de una variopinta índole, pero que, en esencia, se asientan en prejuicios y desinformación.

En un país democrático, donde prevalece el Estado de derecho, resulta inaceptable que sectores minoritarios pretendan imponer sus criterios a otros y, para hacerlo, acudan a medidas obstructoras que vulneran la educación y la alimentación de sus propios hijos y los de quienes piensan distinto a ellos. Una cosa es expresar posiciones y manifestarse para denunciar o rechazar políticas de Gobierno, algo garantizado por nuestro régimen de libertades; otra, muy distinta, tratar de imponer criterios a terceros y, para hacerlo, afectar sus derechos mediante vías de hecho. Cuando tal cosa ocurre, y se justifica a partir de valores con un alto contenido religioso, entramos en el ámbito de la intolerancia pública, que con facilidad puede conducir a la polarización, la división e, incluso, la violencia. Los costarricenses no lo merecemos y debemos evitarlo.

Si quienes cerraron escuelas se hubieran informado previamente, habrían descubierto con facilidad varias cosas. Una es que el Programa para la Afectividad y la Sexualidad no es nuevo: en una versión ligeramente distinta, está en vigor desde la pasada administración; es decir, combatían a un fantasma del pasado. Otra es que sus programas no se aplican a la educación primaria; la tercera, que los padres de estudiantes de secundaria que no estén de acuerdo con que sus hijos la reciban solo tienen que manifestarlo en una carta para impedirlo.

Un cuarto elemento que tomar en cuenta, aún más importante que los anteriores, es que los contenidos están muy lejos de promover la confusión sobre sexo o género, inducir al homosexualismo, estimular la promiscuidad, glorificar el placer sobre la afectividad o el deber, o –al decir de los más confundidos o malintencionados— promover el aborto. Al contrario, como expresó el domingo en un artículo la ministra de Educación, Sonia Marta Mora, las propuestas programáticas descansan sobre una serie de valores de dignidad, solidaridad, respeto y tolerancia, no solo para estimular relaciones más maduras e integrales entre los jóvenes, sino para contribuir a reducir males tan agudos como la violencia doméstica o los embarazos adolescentes, verdaderas plagas de nuestra sociedad que, sobre todo, afectan a los estratos socioeconómicos más desfavorecidos.

Lo ocurrido el jueves –y que en algunos casos continuó el viernes— nos preocupa como hecho puntual de intolerancia, pero más como síntoma y señal. Es muy difícil suponer que la acción de estos padres de familia se diera de manera espontánea; al contrario, todo indica que fueron estimulados por dirigentes religiosos que, sobre la base de información equivocada o distorsionada, los incitaron a la intolerancia social. Muchos de los líderes religiosos –en este caso incluida la Conferencia Episcopal–, además, han arremetido contra las guías que orientan el programa desde conceptos sumamente imprecisos, vaciados de contenido conceptual y plagados de disparadores emocionales, como “ideología de género” o “respeto a la vida”. Al hacerlo en medio de una campaña electoral, y añadir luego el mismo e impreciso repertorio simbólico para denunciar la opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos favorable al matrimonio entre personas del mismo sexo y la identidad de género, han contribuido a una polarización en extremo tóxica.

El daño ya ha sido grande, pero podría ser peor si no ponemos término a este frenesí de irracionalidad e intolerancia. Debemos hacer serios esfuerzos por reducir la crispación y por despejar de prejuicios, manipulación emotiva y fundamentalismos el debate político. La responsabilidad primaria la tienen los dirigentes religiosos, ya sea que participen directamente en la política o no, porque desde sus púlpitos, declaraciones y acciones han nutrido la semilla de la intolerancia y han convertido a la religión en un instrumento de lucha por el poder. Los dos candidatos presidenciales, por su parte, están en el deber imperativo de generar una discusión sobre temas socioeconómicos relevantes, bajo el concepto de que la religión es un ámbito de la vida privada, no pública. Y los ciudadanos debemos exigir que así sea. Para ello no solo tenemos el arma de nuestra expresión, que debe ser mesurada y responsable, sino también la del voto.