Editorial: La cárcel ‘más grande de América’

El júbilo del gobierno salvadoreño por este presunto hito revela la gran distorsión de sus prioridades

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El gobierno salvadoreño divulgó el pasado martes un presunto hito del que su presidente, Nayib Bukele, y otros altos funcionarios se sienten en extremo orgullosos: haber concluido la construcción de lo que calificaron como “la cárcel más grande de América”. Su distorsionado júbilo fue tal que el anuncio se realizó en una cadena de televisión, con un video de casi media hora donde mostraron la inspección llevada a cabo por el mandatario al inmenso inmueble, además de las claustrofóbicas características de este.

Que la construcción de un penal, no un hospital, un centro educativo, una zona industrial o un complejo deportivo, genere tal orquestado regocijo y esfuerzo propagandístico oficial revela cuán distorsionadas están las prioridades políticas, económicas y sociales de su gobierno, cada vez más opaco y autocrático.

El mensaje central de la puesta en escena fue claro: la brutal estrategia represiva, activa desde marzo del pasado año, al amparo de un régimen de excepción que violenta múltiples derechos individuales, está para quedarse. Más aún, no parece existir ningún otro componente de ella destinado a modificar las causas de la terrible violencia delictiva de las pandillas o maras, que han asolado al país durante tantos años.

El Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), como fue bautizado, se ubica en un predio rural de 166 hectáreas. En 23 de ellas fueron construidos ocho pabellones, de 6.000 metros cuadrados cada uno, rodeados por un muro de concreto de 2,1 kilómetros de longitud y 11 metros de altura. Aún no se revela cuántos reclusos serán trasladados a él, ni cuándo; sin embargo, el pasado año, Bukele afirmó que podía albergar hasta 40.000 de los 62.975 presuntos pandilleros detenidos desde que el 27 de marzo el Congreso, dominado por el oficialismo, dispuso el régimen de excepción. Desde entonces, se prorroga de forma consecutiva, y por eso sigue vigente.

Esa masiva cantidad de confinados se suma a los miles ya existentes antes de la “guerra” declarada por el gobierno, y otorga un perverso honor a El Salvador: ser el país con mayor cantidad de reos por habitantes, casi 2 por cada 100 personas, según la base de datos World Prison Brief. Como sus 20 cárceles solo tienen capacidad para 30.000, las condiciones de hacinamiento son extremas, en clara violación a principios mínimos de integridad personal. En tales condiciones, el nuevo penal, al menos, dará más espacio a los reclusos, aunque su diseño no está orientado a la rehabilitación o reintegración, sino al castigo inflexible.

No hay duda de que la brutal estrategia contra las maras rinde frutos inmediatos. Los homicidios cayeron drásticamente; varias comunidades del país, en particular las más humildes, fueron liberadas del control pandillero, y sus habitantes respiran más seguros. Esto explica, en gran medida, la popularidad del presidente. Sin embargo, se trata de una estrategia poco sostenible y que implica enormes costos a la sociedad salvadoreña, no solo en recursos, sino también en libertades, democracia y Estado de derecho.

Es insostenible porque, al no preocuparse por modificar las causas de la violencia —entre ellas la pobreza, la corrupción, la exclusión y la falta de oportunidades—, difícilmente impedirá el surgimiento de nuevas modalidades de delincuencia. Su excesivo e irreparable costo apunta a variables múltiples, es prodigado por el estado de excepción y potenciado por el desbocado autoritarismo presidencial. Incluye la autorización de detenciones indefinidas sin comparecencia ante autoridad judicial; la posibilidad de condenar a penas de hasta 10 años de prisión a menores de entre 12 y 16 años de edad; la eliminación de la inviolabilidad de las comunicaciones; y la posibilidad de dictar prisión a quienes reproduzcan informaciones presuntamente originadas en las pandillas, lo cual da al gobierno un control casi total sobre ellas.

A la vez, se instauró la falta de transparencia en las contrataciones gubernamentales, que generalmente benefician a amigos, asociados y familiares del presidente, y se convirtieron así en poderosos motores de corrupción. Por ejemplo, no hubo concurso para adquirir los terrenos ni para construir la cárcel, y hasta ahora ni siquiera se ha divulgado su costo.

Por todo lo anterior, el nuevo penal, masivo y contundente, es, a la vez, metáfora de una política de seguridad que, tras sus palpables éxitos inmediatos, solo es calificable de aberrante y arbitraria, por sus violaciones crasas a los derechos humanos, por su distorsión de las prioridades públicas, por la corrupción que la rodea y por ser producto de una captura casi absoluta de los poderes públicos por parte de Bukele.