Editorial: Información, publicidad y propaganda

La comunicación no es igual para un ministerio, una municipalidad o una empresa estatal, y la ley debería ocuparse de establecer con claridad la diferencia

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Cuando el presidente Rodrigo Chaves ordenó a la agencia de publicidad del Sistema Nacional de Radio y Televisión (Sinart) “optimizar el uso de los recursos públicos que se dedican a la comunicación del Estado” para “democratizar la pauta”, empleó un lenguaje peligrosamente impreciso.

El Estado incluye una amplia gama de instituciones y la relación de cada categoría con los procesos comunicativos es distinta por naturaleza. La comunicación no es igual para un ministerio, una municipalidad o una empresa estatal, y la ley debería ocuparse de establecer con claridad la diferencia.

Para entenderlo, también es necesario rechazar la imprecisión de la palabra “comunicación” en el contexto que nos ocupa. La publicidad, la propaganda y la información son todos actos comunicativos, pero su naturaleza es completamente distinta y determina a qué tipo de institución corresponde cada una.

Las empresas estatales sometidas a régimen de competencia deben estar facultadas para desarrollar una estrategia de publicidad y un plan de medios acorde con su público meta y las mejores prácticas del mercado publicitario. El objetivo es atraer clientes para su oferta de bienes y servicios, como lo hacen las empresas de capital privado. En ocasiones, y siempre con el mismo propósito, lanzan campañas de publicidad institucional, orientadas a consolidar su presencia y prestigio.

El resto del Estado no tiene por qué hacer publicidad. Le corresponde informar a la población con propósitos prácticos, pero no “mercadearse” como lo hacen las empresas estatales. La Comisión Nacional de Emergencias debe informar a la población en peligro sobre la proximidad de un huracán y el Ministerio de Obras Públicas y Transportes, alertar sobre el cierre de una carretera. Nada más.

La propaganda está reservada para los partidos políticos en época electoral. Ninguna institución estatal, incluidas las empresas sometidas a competencia, debe rebasar los límites de la publicidad y la información para caer en la propaganda. Esta última, desplegada desde el poder, es propia de los regímenes autoritarios y con frecuencia personalistas.

La ley nacional contiene demasiadas lagunas en esta materia y las polémicas nacidas del papel asignado por la actual administración al Sinart y a su agencia de publicidad aconsejan llenar los vacíos. Eliminar las ambigüedades y definir a quién corresponde cuál tipo de comunicación es de capital importancia para impedir abusos y desviaciones, sobre todo ahora que sabemos cuántos recursos de los presupuestos institucionales pueden llegar a contratarse con el Sinart si el Ejecutivo se empeña en lograrlo.

El Instituto Costarricense de Acueductos y Alcantarillados (AyA), por ejemplo, utilizó un estudio de mercado de una página y un párrafo para otorgar un contrato de ¢2.313 millones al Sinart de forma directa y sin concurso. La adjudicación comprende la producción audiovisual y colocación de la publicidad del AyA en los medios durante cuatro años. Haciendo a un lado la premura de la contratación y la falta de competencia, siempre cabe observar que el AyA no es una empresa en competencia. Tiene un mercado cautivo y sus necesidades de comunicación no deberían sobrepasar los anuncios de servicio público.

Las definiciones son especialmente urgentes frente al Sinart porque se trata de una institución sobre la cual el Ejecutivo ejerce gran influencia, pero deben tener alcance general, no importa cuál sea la agencia o el medio. Se trata de invertir los recursos públicos con el mayor provecho para la sociedad.