Editorial: Evaluación inútil

Cuando el 99% de los funcionarios del Poder Ejecutivo son calificados de excelentes o muy buenos, es imposible depositar confianza en el proceso

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Una vez más la evaluación del desempeño en la función pública demostró, fehacientemente, la inutilidad de las evaluaciones a la usanza tradicional. La calificación es imprescindible para mejorar la gestión, pero cuando el 99% de los funcionarios del Poder Ejecutivo resultan excelentes o muy buenos, es imposible depositar confianza en el proceso.

En noviembre, la Dirección General de Servicio Civil informó de los resultados, próximos a la perfección y suficientes para declarar insuperable la gestión de los empleados cubiertos por el Estatuto de Servicio Civil. Si mereciera crédito, la noticia sería mucho mejor.

Los funcionarios excelentes en la categoría de carrera administrativa son el 76% de los casi 40.000 evaluados y solo el 23% fue calificado como “muy bueno”.

En la categoría de docentes, el 98% de los 67.000 evaluados resultó excelente y el 0,7% muy bueno. Al parecer, ni en el gobierno ni en el magisterio hay lugar para empleados meramente buenos y mucho menos para algún impensable caso de deficiencia.

Antes de la ley aprobada para contener el gasto en anualidades, las evaluaciones servían para concedérselas a todos los funcionarios, cuando más bien debían ser un medio para distinguir a quienes las merecían.

Más allá de la adjudicación de incentivos, las evaluaciones deberían servir para identificar las deficiencias y mejorar la gestión pública. Esas son las buenas intenciones del artículo 43 del reglamento del Estatuto del Servicio Civil.

En teoría, los resultados son un reconocimiento a los buenos servidores y un estímulo para propiciar mayor eficiencia. También se les debe considerar para ofrecer programas de capacitación, ascensos y conceder permisos. Por otra parte, deberían orientar las reducciones forzosas de personal y otras acciones.

Como es evidente, una evaluación en la que todos resulten muy buenos o excelentes no sirve para ninguno de los fines descritos en el reglamento. Señalar al funcionario merecedor de un ascenso es tan difícil en ausencia de evaluaciones de desempeño como en presencia de las generosas valoraciones de la actualidad.

El estímulo para el funcionario diligente no existe y más bien se exalta la suficiencia de la mediocridad.

Pilar Garrido, ministra de Planificación, espera una mejoría a partir del 2022, cuando se conozca el resultado de los cambios introducidos por la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas.

El 80% de la evaluación se hará con base en el cumplimiento de metas fijadas por la planificación nacional, sectorial e institucional, además de los objetivos pactados entre el servidor público y su jefatura inmediata.

El 20% restante de la calificación iba a ser decidida por la jefatura a partir de las competencias individuales, la autoevaluación y, en el caso de los jerarcas, la valoración de los empleados a su cargo. No obstante, el proyecto de Ley Marco de Empleo Público cierra portillos a la discrecionalidad y exige a la jefatura directa asignar el 20% con apego a parámetros técnicos basados en las competencias que debe tener el servidor público en función de la descripción de su puesto y la naturaleza del servicio que presta.

Está por verse la eficacia del nuevo sistema. Hay escépticos, como el ex director general de Servicio Civil José Joaquín Arguedas, para quien la evaluación del desempeño en la función pública es sumamente difícil, y propone la valoración a partir de la gestión de calidad, con aplicación de una norma a determinados procesos administrativos y la auditoría de un tercero.

Las obvias deficiencias del sistema actual hacen pensar en la necesidad de experimentar con otros métodos para avanzar o, cuando menos, alejarnos del ridículo anual de las calificaciones perfectas, mientras la ciudadanía experimenta una realidad diferente. La preservación de la coherencia y la credibilidad es fundamental en todo el sentido de la palabra.