Editorial: El nuevo rumbo de Chile

El contundente triunfo del izquierdista Gabriel Boric revela y augura profundos cambios sociopolíticos. La solidez democrática chilena no peligra, pero existen múltiples incógnitas sobre el próximo gobierno

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La segunda ronda electoral chilena, celebrada el pasado domingo, se puede calificar de ejemplar en muchos sentidos. La participación, del 55,6%, fue la más alta desde que en el 2012 el voto se convirtió en voluntario, y superó en 8 puntos porcentuales la registrada en la primera vuelta. El 96% de las mesas fueron escrutadas dos horas después del cierre. El candidato perdedor, José Antonio Kast, se apresuró a felicitar al ganador, Gabriel Boric, quien, con el 55,8% de apoyo, obtuvo una contundente victoria. Lo mismo hizo el presidente Sebastián Piñera, y lo recibió al día siguiente, junto con su gabinete, en el Palacio de la Moneda, para comenzar el proceso de transición.

A pesar de que los dos candidatos que se enfrentaron el domingo representan los extremos del espectro político-ideológico chileno —Boric, el de la izquierda; Kast, el de la derecha—, con visiones claramente antagónicas y extremas sobre temas cruciales para el futuro del país, en la ronda final de sus respectivas campañas, hicieron deliberados esfuerzos por moderar sus propuestas y aproximarse al centro. Boric obtuvo el apoyo de personalidades y partidos más moderados, que redujeron las inquietudes sobre su eventual gobierno. Además, se nutrió de un sentimiento antisistema que ha sido manifiesto desde la violencia social desatada en octubre del 2019.

En su discurso de la victoria, la noche del domingo, el mensaje del triunfador fue de unidad, agradecimiento a sus contendientes en ambas rondas y garantías de respeto a las instituciones. Al reiterar los ejes centrales de su campaña —un sistema público de pensiones, mayor acceso a sistemas de salud, educación universal de calidad, impulso más robusto a los derechos humanos, progresividad fiscal y creciente reducción de la desigualdad, que de hecho ha bajado continuamente en Chile—, fue enfático en que todo lo anterior se hará cuidando la macroeconomía. “Lo haremos bien, y eso permitirá mejorar las pensiones y la salud sin que haya que retroceder en el futuro”, afirmó.

El margen de maniobra del nuevo presidente, quien tomará posesión el 11 de marzo, estará enmarcado no solo por la solidez institucional del país, sino también por dos circunstancias relevantes. Por un lado, Boric y su coalición radical, de la que forma parte el Partido Comunista, no tendrán mayoría en el Congreso y dependerán, sobre todo para legislación sustancial, de negociaciones con otras agrupaciones. Por otro, aún se desarrolla el proceso de redacción de una nueva constitución, que deberá ser sometida a un referendo de ratificación en el segundo semestre del próximo año, y marcará en gran medida el terreno de las elevadas expectativas y las inevitables presiones fiscales para cumplirlas. Con ambas, deberá lidiar el próximo gobierno, en un contexto de desaceleración económica.

Todo lo anterior abre varias interrogantes, pero una cosa es cierta: quienes consideran que el triunfo de Boric pondrá en peligro la institucionalidad democrática chilena están equivocados; quizá, incluso, llegue a ser un factor para canalizar institucionalmente el descontento acumulado entre amplios sectores de la sociedad. A pesar de malas compañías, como la de los comunistas, su versión de izquierda está muy lejos de la arbitrariedad o el autoritarismo imperantes en Cuba, Nicaragua o Venezuela, o el populismo al estilo peronista. Todo indica que su aspiración, más que revolucionaria o de ruptura, es de reformismo radical, pero en el marco de unas instituciones que lo preceden y, esperamos, también lo sucederán.

La gran incógnita inmediata es la conformación del próximo gabinete y la escogencia de quien dirigirá el Banco Central, institución clave con alto grado de independencia, pero que no puede sustraerse a la influencia del Ejecutivo. Si Boric lograra hacer realidad su promesa de vigoroso impulso de una agenda social junto con estabilidad económica, respeto a la iniciativa privada, crecimiento y mayor sentido de representatividad política entre sectores hasta ahora marginados o desinteresados, su gobierno podrá tener un positivo impacto en Chile. Nada lo garantiza, pero, pese a los temores aún persistentes, las señales son alentadoras. La gran prueba de fuego serán los complejos desafíos que deberá enfrentar a partir de marzo.