Editorial: Asesinatos de Estado en Rusia

El jefe mercenario Yevgueni Prigozhin incurrió en un desafío que selló su suerte de inmediato

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Pocas frases revelan con tanta claridad y agudeza la índole y turbia “lógica” del terror impuesto en Rusia por Vladímir Putin como las que escribió el miércoles, en la plataforma digital X, antes Twitter, Alberto Sicilia, físico y periodista español destacado en Ucrania: “Nunca sabremos lo que ocurrió con el avión de Prigozhin. Y tampoco hay dudas”. De inmediato, añadió: “Esa paradoja es el corazón del mensaje del Kremlin a sus élites. Nada es verdad ni mentira. Y esa confusión aterroriza mucho más que cualquier amenaza clara y directa. Porque nunca sabes si te tocará”.

Se refería, por supuesto, al presunto e inverosímil “accidente” del avión privado en el que, según el manifiesto de vuelo, viajaba, además de otras ocho personas, Yevgueni Prigozhin, fundador y propietario del grupo mercenario Wagner, y su principal comandante, Dmitri Utkin. El miércoles, a finales de la tarde, se precipitó al norte de Moscú, en ruta hacia San Petersburgo. Un video de la tragedia, grabado por un aficionado, revela que sufrió un evento catastrófico, casi imposible de atribuir a fallas mecánicas.

La presunción —no conclusión definitiva— de los servicios de inteligencia occidentales, así como de la mayoría de la población rusa, es que se trató de un sabotaje ordenado por el Kremlin, es decir, por Putin. Quizá los detalles y responsables nunca se conocerán con certeza, pero, como escribió Sicilia, esta ambigüedad es parte de la trama para infundir temor a la población, en particular a las élites de poder, sea económico, político o militar. Y el mensaje subyacente es claro: la traición, o lo que el dictador defina como tal, nunca será perdonada.

La incertidumbre llega a tal extremo que todavía ni siquiera ha sido confirmado que quienes aparecían en el manifiesto de vuelo fueron, efectivamente, las víctimas: el suspenso debe mantenerse. A la vez, el mismo Putin habló de Pregozhin en tiempo pasado, y si bien le reconoció “aportes” de importancia, también aseguró que había cometido muchos “errores”.

El más imperdonable de ellos fue encabezar, el 24 de junio, una rebelión contra los altos mandos militares rusos, como protesta por lo que describió como su mala conducción de la guerra en Ucrania y, particularmente, su desdén por los mercenarios de Wagner que peleaban en ella. El avance de los tanques hacia Moscú conmovió las bases mismas del poder, algo que Putin, en sus primeras declaraciones, calificó de traición.

Lejos de enfrentamientos militares en la capital, se llegó a un arreglo para neutralizar la rebelión, e incluso Prigozhin fue recibido por el presidente cinco días después en el Kremlin. Pero, a pesar del presunto retorno a la normalidad y de que el mercenario supremo parecía desenvolverse con total libertad y confianza, era obvio que su suerte ya estaba echada. Los “traidores”, reales o ficticios, no pueden ser tolerados en un esquema de poder basado en el terror. El castigo, aún envuelto en una deliberada nube de dudas, fue su muerte en el aire; una virtual ejecución pública orquestada para ser ejemplarizante.

Si Putin ha sido responsable de horrendos crímenes de guerra en Ucrania, y si durante sus más de dos décadas controlando el poder tiene a su haber múltiples atentados contra opositores, no hay razón alguna para dudar de esta adición a la lista. De ella forman parte, entre otros, el envenenamiento en el 2004 de Víktor Yushchenko, quien se enfrentó al entonces presidente ucraniano, favorito del Kremlin en las elecciones de ese país; no murió, pero quedó desfigurado. Ese mismo año, Anna Politkóvskaya, dedicada al periodismo de investigación, sobrevivió al veneno colocado en una taza de té, pero fue abatida por pistoleros en el 2006.

También ese año, Alexander Litvinenko, exagente de los servicios de seguridad, falleció a causa de un isótopo radiactivo al que fue expuesto en Londres. En el 2016, otro exagente, Serguéi Skirpal y su hija, residentes en el Reino Unido, permanecieron en coma durante semanas tras serles inoculado el agente nervioso novichok, desarrollado en la época soviética. Suertes similares corrieron otros muchos, incluido un miembro del contestatario grupo de rock Pussy Riot. Pero el caso más sonado hasta ahora había sido el del líder opositor Alexéi Navalni, quien sobrevivió a un intento de envenenamiento en Alemania en agosto del 2020, regresó semanas después a Rusia, tras un complejo tratamiento hospitalario, y casi de inmediato fue encarcelado, procesado y condenado a varios años de prisión.

“¿Cuándo me podrá tocar y qué debo hacer para evitarlo?”. Esta es la amenazante pregunta que Putin intenta fijar en la mente de quienes lo rodean, como forma de asegurar su lealtad. No es la manera de conducir un Estado, pero sí una eficaz herramienta para mantenerse en el poder. El riesgo, sin embargo, es que tales métodos pueden tener otros ejecutores y llegar hasta los personajes más conspicuos. Como Putin.