Waternixon

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

El lance habría sido inevitable aun si alguien le hubiese mostrado a Richard Nixon una certificación de laboratorio de que aquella agua era químicamente y bacteriológicamente tan limpia como la del más impoluto manantial de Alaska.

El llamado Gran Mentiroso de la política estadounidense era presidente o vicepresidente cuando fue llevado a inaugurar una obra pionera de la conservación hídrica: un avanzado sistema de tratamiento de aguas servidas que devolvía estas en perfecto estado de potabilidad.

Tras los discursos de rigor, Nixon debía beber, en beneficio del teatro mediático, un sorbo del prístino líquido recuperado, pero el político rechazó el vaso con un gesto de desagrado que nosotros habríamos traducido de una de las siguientes maneras: “Le dije que no tengo sed, pelmazo”; “Quíteme esa porquería de enfrente antes de que lo haga despedir”; “Óigame, no me avisaron y no traje servicio médico de emergencia”, o “Vamos, cretino, no creerá que si yo hubiera hecho el papel de Séneca en Quo Vadis me habría cortado las venas de verdad”.

Algo semejante aconteció con un político costarricense en el “lanzamiento” de un alimento enlatado “para el pueblo”, que el Gobierno promovía de una manera que hoy llamaríamos robusta; pero no vale la pena comentar ese episodio porque, al fin y al cabo, ocurrió en una tierra tropical en la que ya ni el diablo asusta a nadie y mucho menos en el guiñol de la conducción pública: alguna vez hicimos la crónica de la gira de campaña de un precandidato a la presidencia que ingería cuantos “bocaditos” le ofrecían sus potenciales electores, pero siempre los acompañaba, disimuladamente, de una dosis de cierto antibiótico. ¿De qué se irá a morir ese hombre?

Lo anterior es el prolegómeno de un comentario sobre lo poco que nos extraña algo que hemos constatado a lo largo de muchos años en relación con el tema de la educación costarricense. Cada cierto tiempo, sale a la prensa escrita, radiofónica y televisiva –y ahora a las redes sociales– un alto funcionario a anunciar que ahora sí viene la gran reforma de la enseñanza pública.

Tiempo después, el mismo actor o la misma actriz protagoniza el acto final, que consiste en anunciar que su gestión ha sido exitosa y por ello hay que seguir adelante con lo de “más maestros que soldados”. Por lo demás, entre ellos no hay uno solo que haya intentado, ni por los demonios, matricular a sus hijos en una escuela o un colegio público. ¡Y pensamos mal de Nixon!