‘Vox populi, vox Dei’: una máxima vaciada de contenido

Lo que rige actualmente la escogencia ideológica es la conveniencia personal en el uso del poder, no la filosofía que sustenta la ideología política.

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No hay duda: ¡La percepción del ámbito político ha cambiado dramáticamente! Los discursos que quieren dar cuenta de la realidad y dirigir el futuro del mundo han mudado de acento y de orientación. Mientras hace unos años reinaba el deseo de crear una humanidad civilizada según algunos y certeros criterios comunes, ahora parece coronarse la intolerancia versus la alteridad como crisol de humanidad.

Esta afirmación necesita de una clarificación ulterior. No siempre intolerancia significa error, como no siempre tolerancia significa verdad. En efecto, la distinción entre “intolerante” o “tolerante” es solo discursiva si no es definida en el horizonte semántico de su comprensión: no son categorías neutralmente descriptivas del mundo, porque la vida humana reviste tal complejidad que las distinciones conceptuales netas resultan inoperativas e inadecuadas porque son ideológicas y carentes de objetividad.

Tolerar o no, remite siempre a otros valores que sirven de filtro a las opciones que se toman. Por ejemplo, si buscamos la justicia, debemos ser intolerantes respecto a las restricciones a la libertad de la persona individual. Pero, bajo el mismo principio, podemos ser tolerantes a la restricción de esa libertad cuando está en juego la vida de un colectivo. El eje esencial en esta distinción se encuentra en el discernimiento de la realidad experimentada, del diálogo compartido y de la búsqueda del bien común. Sin embargo, nos preguntamos: ¿Existe el bien común en una sociedad que mantiene que el bienestar individual es más importante que el bienestar colectivo? O mejor: la sociedad perfecta, ¿es aquella que garantiza la totalidad del bienestar individual al margen de cualquier esfuerzo socioinstitucional para defender a los más débiles?

Las preguntas que nos hemos hecho son esenciales para reflexionar sobre el fundamento de la política. Como se deduce de la etimología, la política se ocupa de la polis (ciudad) y, por ello, de su economía (oikonumene: la administración –ley– de la casa). Es decir, de aquello que es “público”, parte de un conglomerado de personas que se reconocen como pueblo (también “nación”, pero con matices en la teoría política o sociológica), y de aquello que resulta cotidiano a una familia (la subsistencia básica), origen de toda comunidad.

Así, el colectivo y la realidad familiar se unían en el pensamiento antiguo y esta vinculación nos ofrece una orientación basilar en el discernimiento de nuestras posiciones políticas porque, al fin y al cabo, lo político tiene que ver con las personas, no solo con las artificialidades de las definiciones de la identidad nacional y del ejercicio del poder.

Personas olvidadas. En nuestro tiempo, empero, lo político parece que tiene que ver más con la asunción de las capacidades ejecutivas del Estado que con la preocupación por las personas. La publicidad política, por eso, se concretiza prácticamente en dos formas discursivas distintas: se evoca el sentir o el resentimiento individual para crear instancias de poder alternativas, que garanticen el acceso al poder; o bien, se efectúa la misma operación desde la identificación cultural de un grupo que pretende hegemonía en la toma de decisiones políticas, desconociendo como legítimos otros intereses colectivos. Como se puede ver, la distinción entre estas posturas es muy sutil, pero es importante diferenciarlas, por el carácter instrumental de sus propuestas.

Como la diferencia del matiz entre ambas posiciones es etérea, se vuelve determinante el convencimiento discursivo que pueden lograr en el ámbito público. La mera consideración de los derechos individuales, así como los deseos de hegemonía grupal, conllevan inevitablemente la anulación de cualquier otra tendencia “ideológica” que se considera una aberración, pero este tipo de juicios no resulta evidente en la experiencia de la gente.

No estamos hablando ni de izquierda o de derecha en su sentido partidístico o mediático porque en nuestra sociedad cada vez más estos términos carecen de valor, nos referimos a actitudes y motivaciones humanas, que pueden asumir ropajes multiideológicos, pero que no pueden ocultar su praxis.

¿Qué papel desempeñan las ideologías en este proceso? No sería azaroso decir que es meramente supletorio y discursivo. Supletorio, porque prescinde del análisis de la realidad, que sería esencial para aprender de los propios errores o mejorar la comprensión del mundo. Discursivo, porque se usa como palanca retórica de convencimiento. Es necesario darse cuenta de que las fuerzas políticas en este momento histórico convergen en las mismas consideraciones sobre el andar nacional, pero muchos no quieren ceder en su posicionamiento político, evocando razones ideológicas que significan poco o nada para la mayoría de la población. Por eso cabe preguntarse: ¿Cuál es la finalidad última del deseo de ejercer el poder político?

Tiempo de cambio. Entramos en el quid de la cuestión. Lo que rige actualmente la escogencia ideológica es la conveniencia personal en el uso del poder, no la filosofía que sustenta la ideología política. No es raro, por eso, que los más acérrimos defensores de un partido se separen de este para crear uno nuevo bajo el eslogan de la “verdad” o la “ética” correctas (no entramos en valoraciones concretas, sino que damos cuenta de un fenómeno occidental).

Estamos delante de un verdadero cambio cultural y social, cuyas consecuencias estamos ahora experimentando: el pensamiento político, ideológicamente articulado, está dejando de existir para transformase en una palanca retórica que sostienen a personalidades individuales “semicarismáticas”, que se autopresentan como la solución al caos social.

¿Existe un redimensionamiento de lo político que se extrapola de esta tendencia? Si lo que hemos propuesto es cierto, la política no sería otra que cosa que la defensa del deseo individualista, que se vale de sus aliados para influenciar un conglomerado social, pretendiendo que actúe de la misma forma que sus líderes o héroes: es decir, donde todos procuran hacer valer sus intereses egoístas.

Se podría objetar que este siempre ha sido el actuar humano, pero el énfasis se pone ahora en el “deseo” y su “satisfacción”, por lo que la categoría “aliados” resulta ser volátil, inmediatista y superflua; en fin, dependiente del deseo individual que se interpreta como deseo colectivo. En un mundo como este, nadie resulta relevante, todos son relativos en función del deseo del individuo (sea del votante como del aspirante al poder).

He aquí la propaganda exacerbada de una pretendida democracia, que puede ser mantenida en el discurso de las sociedades más opresivas y represivas. Si democracia es obtener lo que se quiere, porque se tiene una cuota de poder, que es operativo en la transformación de la sociedad, hemos olvidado los principios mismos que han determinado nuestra unión, identidad y cultura occidental.

Dos discursos. De repente, nos encontramos en una situación donde hay mucha tolerancia respecto a la intolerancia, porque las identidades culturales pierden espacio y se intenta relativizar cualquier ligamen histórico de los pueblos para habilitar la indefinición. Pero, también, hay grupos que intentan reforzar la intolerancia respecto de aquello que se considera enemigo al tradicional heredado, rechazando cualquier forma de pensamiento crítico. Surge el conflicto inevitablemente, porque dos racionalidades dogmáticas no quieren que la otra perdure y se mantenga. En otras palabras, nos enfrentamos ante dos discursos apodícticos irreconciliables que, lejos de crear unión, fomentan la discordia y la desarticulación nacional.

¿Puede la democracia resolver la cuestión? Solo mediocremente en la vía legislativa, que siempre será incompleta y políticamente comprometida. ¿Quién garantiza la inmutabilidad de las leyes? Nadie, se crean y se abolen dependiendo del sentir de los legisladores o de los reclamos populares.

Esta dinámica se ha vuelto viral en nuestra sociedad: se pretende que estas relaciones sociales conflictuales o disfuncionales definan la dinámica legislativa nacional. Vox populi, vox Dei: una máxima vaciada de contenido, porque los que se proclaman legítimos intérpretes de la vox populi, en realidad defienden que la propia voz es sinónimo de humanidad.

La tolerancia respecto a los grupos intolerantes tiene aquí su asidero. Se han vuelto un acicate político de principal importancia, porque el axiomatismo de su discurso puede permitir su manipulación irresponsable, en el sentido que sus sostenedores políticos pueden apoyarlos para lograr objetivos contrarios a sus intereses.

Entramos en el mundo de la perversión, que se hace a cada momento más evidente y descarada. El resultado final es que se divide a la sociedad para imponerse sobre ella y lograr propósitos que se distancian radicalmente del bien común.

El autor es franciscano conventual.