Vieja profecía

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Hace algo más de medio siglo, hicimos un sencillo y aburrido ejercicio didáctico cuyo fin era calcular el volumen de una molécula de aceite. Depositamos cuidadosamente, en el centro de un recipiente con agua destilada, una gota de aceite, dejamos que esta se extendiera al máximo sobre la superficie en forma de una mancha circular –como las que llamamos ojos de la sopa–, luego medimos su diámetro y, con este y otros datos, hicimos los cálculos del caso. De paso, comentamos entre otras cosas que, a pesar de ser tan delgada –solo una molécula de espesor–, la capa de aceite era un aislante capaz de impedir el intercambio de oxígeno entre el aire y el agua.

El trabajo nos pareció anodino, casi infantil por lo impreciso, pero algo lo hizo atractivo cuando un avispado compañero, tras buscar información en un atlas, realizó con la regla de cálculo las operaciones aritméticas necesarias para determinar cuántas toneladas de aceite harían falta para crear una mancha semejante, pero gigantesca, que cubriera todo el océano Pacífico. No recuerdo el dato, ni me interesa recalcularlo ahora, pero nos sorprendió el resultado que el meticuloso “nerdo” resumió más o menos de esta manera: “Majes, vean con qué poquito aceite se aniquilaría la vida marina en el Pacífico por falta de oxígeno si la superficie del mar se mantuviera tan quedita como la de este recipiente: así que comencemos a darle gracias a Dios por habernos dado los vientos y las mareas”.

No es posible saber si fue a partir de entonces que el apático grupo estudiantil comenzó a preocuparse por la contaminación de los mares, pero el más perezoso de nosotros, que se había pasado la clase rumiando chicle y con las manos metidas en los bolsillos, opinó: “Sí, por dicha las olas dispersan el aceite; piensen no más en lo que pasaría si la mancha que propone este maje fuera de plástico: la escasez de pescado mataría de hambre a media humanidad”.

Sin lugar a dudas fue injusto expresar deseos de expulsarlo, por exagerado, del laboratorio. Podemos decir que su chiste científico fue premonitorio de la alarma que hoy existe a propósito del grave impacto de la basura plástica sobre la vida en los mares. Aquella simpleza, dicha posiblemente en broma por el vagabundo de la clase, es suficiente para ponernos nerviosos cada vez que recibimos noticias sobre las inmensas manchas de basura y aceite que van cubriendo los ya no tan vastos océanos.