Un hueco de ¢574.000 millones en el Banco Central

A la enorme deuda pública actual hay que añadir un hueco cuasifiscal de $1.000 millones, que dilapidamos solo para aparecer en las estadísticas como un país en equilibrio.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Los funcionarios del gobierno anterior se han mostrado orgullosos por el manejo y los resultados de la política monetaria y cambiaria de abril del 2014 a agosto del 2018. Efectivamente, todo pareciera haber estado en relativa calma. En los 50 meses de ese período, la inflación acumulada fue de tan solo un 5,3 % (menos del 2 % anual); la devaluación prácticamente no existió, puesto que el tipo de cambio pasó de ¢560 a, apenas, ¢570 (menos del 1,8 % anual) y las reservas monetarias internacionales netas, en poder del Banco Central (BCCR), que se iniciaron con un saldo de $7.898 millones, cerraron en $7.886 millones al 31 de julio del 2018, una disminución de menos de $12 millones. Pareciera que, en el campo monetario, todo fue jauja.

Sin embargo, a principios del 2017, el BCCR anunció que había presentado una solicitud al Fondo Latinoamericano de Reservas (FLAR) para obtener un préstamo de balanza de pagos por $1.000 millones. Esa solicitud, según criterio de muchos economistas, pareció bastante extraña, sobre todo porque, al tratarse de recursos que no debían gastarse, se iba a tener que pagar una tasa de interés bastante alta, por encima del 4,5 % anual. Además, el monto parecía exagerado. Téngase en cuenta que a Grecia le bastaron $450 millones para calmar sus mercados.

Si bien el nivel de reservas monetarias internacionales había estado bajando sostenidamente desde abril del 2015, parecía que no debía preocupar tanto, pues el 11 de marzo de ese año ingresaron otros $1.000 millones de la colocación de bonos del Gobierno en el exterior y se sobreentendía que eran para gastarse en financiar el desequilibrio fiscal, como efectivamente se hizo.

Apuesta arriesgada. El tipo de cambio, que había bajado hasta ¢539 por dólar, en febrero del 2015, se mantuvo al alza y, en menos de tres semanas, en mayo del 2017, pasó de ¢570 a más de ¢600. Esto asustó a las autoridades monetarias, quienes llamaron a la calma a los mercados blandiendo el préstamo que estaba en curso con el FLAR y que, supuestamente, permitiría contrarrestar todo ataque especulativo contra la moneda.

Fue una apuesta arriesgada, casi una mentira piadosa, puesto que dicho préstamo apenas estaba en consideración de ese organismo internacional. La estrategia parece que funcionó y lograron bajar el tipo de cambio.

Cuando se presentó ese “subonazo” cambiario, el nivel de reservas parecía de todas maneras bastante cómodo, casi $7.200 millones, más que suficiente para permitir una devaluación paulatina y ordenada, si así lo señalaban las condiciones del mercado. Pero sí llamaba la atención que, a pesar de que el tipo de cambio había subido, las reservas se erosionaron en más de $700 millones en los dos años anteriores. Algo no andaba bien.

Probablemente las autoridades monetarias no se sentían confortables con ese nivel de reservas, pues, quizás, no eran de libre disponibilidad. El préstamo del FLAR solo serviría de respaldo para permitir una devaluación ordenada que permitiera recuperar las reservas perdidas. Cuando ingresaron los $1.000 millones, el 10 de marzo del 2018, ya las reservas habían caído a $6.974 millones y se recuperaron, en un día, hasta $8.012 millones.

Pareciese como si el Banco Central se hubiese engolosinado con la estabilidad cambiaria, y prefirió usar ese instrumento en vez de lo que había prometido, la tasa de interés, para lograr las metas de inflación. Y es que, al contener la devaluación, vendiendo reservas en el mercado, se dan dos condiciones virtuosas: recoge colones del mercado, con lo cual disminuye la presión monetaria, y, además, soslaya el pass through o trasmisión de los efectos de la devaluación sobre los precios. Con ello se reprime la inflación y las tasas de interés no se disparan. Si hubiese recuperado reservas, el proceso habría operado en sentido contrario. Toda una bendición de la cual hacen alarde, aún hoy, las autoridades anteriores. Un mundo feliz.

Milagro. Pero lo que muchos temimos, pasó. Contrariando todos los principios de una sana política de metas de inflación, en la cual la variable clave para mantener los precios dentro de una banda meta es la tasa de interés, el Banco (para no decir el gobierno) se decidió por reprimir la devaluación. Y, claro, eso le hizo el milagro a la administración anterior: el tipo de cambio se mantuvo casi invariable en los últimos meses. Las tasas de interés crecieron lentamente y, por arte de magia, los precios se mantuvieron por debajo de la meta establecida.

¿Dónde estuvo la trampa? ¡Muy fácil! En vez de mantener guardados los recursos del FLAR, el Banco Central prefirió contener la devaluación sin preocuparse por hacer lo que correspondía: recuperar las reservas perdidas. O sea, que a la enorme deuda pública actual hay que añadir ese hueco cuasifiscal de $1.000 millones, que dilapidamos solo para aparecer en las estadísticas como un país en equilibrio. Parafraseando a un expresidente: “¿Sería que nos los comimos en confites?”.

Ahora parecería que se tiene casi el mismo nivel de reservas con que el gobierno anterior recibió el Banco Central. Pero es solo un espejismo, puesto que hay una nuevo hueco de ¢574.000 millones, más intereses, que tendrán que empezar a pagarse en el 2019.

¿Tendrán idea las nuevas autoridades de dónde se sacarán esos recursos? No quisiera estar en los zapatos del nuevo presidente del BCCR. Ojalá no pidan otro préstamo para pagar el anterior.

El autor es economista.