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Cuando alguien se jacta de no querer saber cómo piensan quienes no comparten sus ideas, recuerdo una película cómica, vista en mi niñez, en la que dos boxeadores se baten con los ojos vendados y al final de la pelea quien queda nocaut es el referí.

Hace unos 25 años, un excelente amigo mío, llegado a nuestro país por causa de la feroz dictadura imperante en el suyo, y con quien me encontraba frecuentemente por razones de trabajo, solía incordiarme preguntándome por qué yo escribía para una publicación “burguesa” y no para cierto periódico progresista que, a su juicio, era epítome de la libertad de expresión y del culto a la verdad.

Como debe ocurrir entre amigos, sus recriminaciones no provocaban nada peor que respuestas del tipo “idiay, ¿quién te dijo que yo escribo los editoriales?”. Pero las puyas tuvieron que cesar después de que un día fui algo más lejos: “Mi socio, no pretendás conquistar el campeonato mundial de la ironía, porque en lo que llevo de vida he colaborado de manera regular, y durante períodos largos, con cinco diferentes publicaciones periódicas costarricenses y la única en la que me censuraron como lo haría una revista oficialista de tu país es precisamente esa que me estás recomendando. ¿Será necesario que te haga un croquis?”.

Y ahí se quedó él, amoscado, sin ninguna posibilidad de contradecirme porque sabía que mi afirmación, aunque afeada por mi toque de afable grosería, tenía el respaldo de la verdad.

Lamentablemente, tanto mi buen amigo como el compatriota suyo que me sometió a la más descarada de las censuras cuando, por casualidad, llegó a ser director del periódico “progre” de marras, gozan hoy de la paz del Señor.

Vinieron a mi memoria aquellos desencuentros de imprenta y café –sitios en los que nos reuníamos– tras recibir hace algunos días un mensaje electrónico en el que alguien a quien no conozco me hacía una observación sobre un reciente texto de Polígono. Pude aclararle, en mi respuesta, lo que parece haber sido un malentendido y hasta ahí las santas pascuas; sin embargo, no dejó de llamarme la atención que dedicara la mayor parte de su mensaje a dejar en claro, como un sacristán descubierto con manchas de vino en la pechera, que la columna en cuestión había caído en sus manos por accidente y la había leído a sabiendas de que, al hacerlo, atentaba contra uno de sus principios que, creo haberle entendido, consiste en no abrir el periódico en el que escribo ni para leer los obituarios. Me temo que hará falta en algún funeral.

Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.