Profecía

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Como toda regla, la que establece que “la inmortalidad es tan solo vitalicia” deja científicamente de serlo desde el momento en que admite al menos una excepción. De paso por Ginebra, pensé que, si algo debía hacer, era visitar a Jorge Luis Borges, porque quería agradecerle sus centenares de páginas genialmente escritas que nunca me cansaré de releer. Esperaba que el cementerio estuviese situado fuera de la zona comercial de la ciudad, pero cuando me condujeron hasta él descubrí que se encuentra, como el Cementerio General de San José, “a dos pasos” del tráfago urbano. Si bien fue corta, para mi espíritu aquella peregrinación laica no estuvo exenta de emoción ni de motivos para la reflexión, en particular sobre tres temas: la muerte y la eternidad, según fueron tratadas por el genio argentino, y la inmortalidad del mismo Borges según es previsible por el hecho de que es difícil recordar a un solo escritor contemporáneo importante que no haya sucumbido a la tentación de citarlo.

Esta irrealidad de la muerte de Borges es confirmada por la interminable lista de los narradores, poetas y ensayistas que de algún modo se reconocen en él. Para visitarle no es indispensable buscar el lugar donde yacen sus restos, sino que basta con recorrer esas páginas en las que brillará para siempre, como si cada uno de sus libros fuera su cenotafio, o como si él mismo hubiera asumido, con respecto a la cultura planetaria, las dimensiones de aquel mapa imposible descrito en un breve relato que aparece en su libro Historia universal de la infamia. En ese texto, los colegios de cartógrafos “inventaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él”.

Dicho sea de paso, el gran humorista que fue (y es) Borges nos sigue tomando el pelo desde el más allá. En el pie de página, le atribuye el cuento a un tal Suárez Miranda, quien lo habría publicado en Lérida en 1658. Se lo creí durante años, pero me llegó el momento de descubrir que la idea de aquel mapa uno a uno fue de Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas, quien la propuso en la segunda parte de su novela Sylvie y Bruno, publicada en 1889. En la obra se sugiere la creación de un mapa de Inglaterra que sería del tamaño de Inglaterra, pero la idea se topa con la oposición de los granjeros, temerosos de que el suelo del reino, privado del sol por la sombra del mapa, se negara a dar cosechas. ¿Pensaba Carroll estar profetizando, de aquel modo, la era de la globalización?

(*)Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector en 1981.