¿Por qué preferimos la desigualdad?

Tras la Revolución francesa, los principios de libertad e igualdad ocuparon siempre amplios análisis en las teorías de la democracia, mas no así la fraternidad

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Esta pregunta es el título del libro de François Dubet, publicado en el 2019, sociólogo francés que ha estudiado ampliamente las desigualdades sociales y las migraciones, y ha sido un fuerte defensor de la escuela inclusiva.

Nos recuerda el autor que, en la actualidad, la mayoría de las sociedades democráticas y no democráticas han visto profundizar la brecha entre el 1% más rico y el resto de la población, como ha sido ampliamente analizado por destacados economistas como Stiglitz, Piketty y Atkinson.

Dubet aborda de manera provocadora la desigualdad para verla no solamente como un problema estructural de orden económico. La persistencia de este problema, dice, también se explica por razones sociológicas, como las prácticas que las personas realizan cotidianamente y que las alejan de los principios de igualdad y fraternidad. Ello genera lo que él llama una “crisis de solidaridades”, es decir, “el deterioro de los lazos sociales que nos llevan a desear la igualdad de todos, incluida a aquellos que no conocemos”.

Dubet parte de una pregunta clave: ¿Cómo es posible que el 1% de la población mundial arrase con la riqueza y el 99% restante se indigne, pero no haga nada para cambiar la situación?

La respuesta es compleja porque resulta que ese 99% no es un bloque homogéneo. Al contrario, es una cadena de sectores e individuos atrapados en diferentes escalas o posiciones sociales cuyas prácticas cotidianas generan una larga producción de desigualdades en la medida que los intereses de unos no coinciden con los de los otros. Cada sector o individuo tiene distintos grados de posesiones y posiciones que lo diferencian de los demás y que no está dispuesto a compartir.

Las desigualdades sociales, según Dubet, forman en el día a día una yuxtaposición de bloques e individuos atrapados en una serie de escalas más finas que las grandes desigualdades, que por ser tan grandes terminan siendo abstractas.

Por ello, no solo están los ricos y los demás, al contrario, hay una larga sucesión de desigualdades a las que los distintos sectores se aferran porque les da una posición y dignidad que defienden ante los otros sectores cuando se sienten amenazados.

Aunque todos abogan y dicen creer en la igualdad como principio democrático en la cotidianidad, cada sector tiende a buscar a quienes le son semejantes desde el punto de vista económico, cultural y, a veces, hasta étnico (Putnam, 2007).

Hay un rechazo a los “otros” menos favorecidos cuando las personas creen que estos amenazan sus posiciones (los migrantes, los pobres) y buscan alejarse y separarse para vivir en sus propios microcosmos sociales con personas afines, generando un capital social endógeno: vivir en determinados barrios con ambientes, estéticas, seguridad y educación para sus hijos, cerca de quienes creen y ven como sus iguales.

Esto es lo que en parte explica la segregación social urbana en las ciudades en donde se ven claramente barrios ricos, de clase media, pobres o muy pobres (precarios o favelas). Estos últimos conformados por los más excluidos o los migrantes, que para algunos son amenazantes porque piensan que les quitan empleos o servicios sociales, como en el caso francés que Dubet estudia.

Fraternidad: un principio democrático olvidado

De la Revolución francesa, las democracias emergentes en Europa heredaron los principios de libertad, igualdad y fraternidad. Los primeros ocuparon siempre amplios análisis en las teorías de la democracia, pero no así la fraternidad, la cual, según Dubet, es un principio clave en la lucha contra las desigualdades, por cuanto implica el desarrollo de un sentimiento en las personas de compartir mundos sociales.

Cualquier política en pro de la igualdad requiere la preexistencia de una solidaridad mínima de las miembros de una sociedad, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar del otro y, sobre todo, de los menos favorecidos. El reconocimiento de la igualdad fundamental —los hombres nacen libres e iguales— no nos compromete necesariamente a buscar la igualdad real, dice Dubet.

La solidaridad no se define por la donación o la generosidad, sino por compartir lo cotidiano y por un conjunto de obligaciones, deudas y acreencias en favor de aquellos que no conocemos, pero de los cuales nos sentimos responsables.

Según las teorías sociales clásicas, la solidaridad —en toda sociedad— se apoya en tres pilares básicos: el primero es la interdependencia económica, por medio del mercado o la división del trabajo; necesitamos unos de otros porque todos no podemos hacer de todo. El segundo es el acuerdo político, pues los ciudadanos renuncian a su propia violencia para dejar ese monopolio en manos del estado. Y el tercer pilar es de origen simbólico: la adherencia a una serie de mitos, relatos, creencias y símbolos compartidos que generan sentimientos y reciprocidades comunes entre los miembros de una nación, y les permite forjar imaginarios de fraternidad necesarios para los progresos de la igualdad.

¿Cómo reducir la desigualdad?

El crecimiento de la desigualdad en Costa Rica, en los últimos 25 años, ha generado una sociedad con mayor exclusión y menos integrada en la que el principio de solidaridad es cada vez menos común. Como consecuencia, se han ido perdiendo significativas cuotas de cohesión social que el país requiere recuperar para hacer frente a los complejos desafíos que tiene por delante.

Siguiendo a Dubet, tres ejes claves requieren atención para reducir la desigualdad: el mercado laboral, las instituciones y la democracia. Si el mercado produce cada vez más empleos informales y precarios, o el salario mínimo se deteriora, entonces crecerá la desigualdad.

Si en democracia los sectores no llegan a acuerdos mínimos de convivencia y organización política, respeto y tolerancia o de políticas que universalicen el bienestar para todos (en salud, educación, vivienda, agua potable u otros), entonces, crecerá la desigualdad.

Si la escuela pública se deteriora y deja de ser un mecanismo de movilidad social de sus beneficiarios o un espacio para forjar tolerancia, relatos y sentimientos compartidos, entonces, crecerá la desigualdad.

Hoy no necesitamos seguir reproduciendo una sociedad conformada por una cadena de sectores e individuos que desconfíen unos de otros. Al contrario, requerimos reeditar nuestros pactos sociales alrededor de los ejes señalados para poder reencontrarnos y avanzar hacia un imaginario de representaciones comunes que tengan por cimiento el desarrollo humano.

Por ello, para reducir los miedos entre unos sectores y otros, resulta imperativo generar empleos de calidad, mejorar los mecanismos de distribución, fortalecer la vida en democracia y los valores compartidos de respeto y tolerancia.

Asimismo, es estratégico fortalecer la inversión en educación y con un uso eficiente de esta lograr una educación pública de calidad que sea lo que debe ser: un bien público de todos capaz de formar ciudadanos críticos y solidarios que apuesten por la fraternidad en sus prácticas cotidianas y contribuyan a reducir la desigualdad.

isabelroman@estadonacion.or.cr

La autora es investigadora y coordinadora del Informe Estado de la Educación.