Polígono: Sin dedicatoria

Hay muchas formas de llamar a un tonto: paspado, lerendo, mangungo, menso, pavísimo, pendejón, tunteco, turuleto, virote o zonzoneco, pero hallar uno, ¿cuán fácil es?

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De mi afición a la narrativa tradicional y popular, me quedó una abultada colección de libros que recogen fábulas y cuentos étnicos de todo el mundo.

Una tarde de estas me di al ejercicio de determinar cuál de los relatos ahí leídos podría ser el más apropiado para repetir en esta época, y el empeño me resultó más fácil que la misión encargada al yogui del cuento indostánico Una caña de bambú para un tonto, que transcribiré en la siguiente versión abreviada:

A causa de la revelación que tuvo en un sueño, el anciano monarca de un reino de la India convocó a un respetado yogui que meditaba en el bosque cercano para decirle: “Maestro sabio y piadoso, tu rey quiere que viajes de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y de aldea en aldea y, cuando encuentres a un hombre que consideres irremediablemente tonto, le entregues esta caña de bambú. Obsérvalo con el mayor detenimiento y regresa enseguida a mi palacio a contarme lo que el hombre hizo con ella”.

“Señor”, respondió el yogui, “nunca obedecí a voz alguna que no fuera la de mi propia conciencia, pero igual haré lo que me pides. Me pondré en camino y espero estar de regreso dentro de pocos días”.

Tomó el yogui la caña, partió en busca de un hombre irremediablemente tonto y no tardó en descubrir que la tarea no le sería simple. Viajó por todos los caminos y senderos de la India, recorrió varios reinos y visitó numerosas ciudades. También conoció a muchos hombres, pero en ninguna parte halló uno al que pudiese considerar irremediablemente tonto.

Al cabo de meses y meses se sintió convencido de que, de todos los hombres irremediablemente tontos del mundo, ninguno vivía en la India, por lo que regresó al palacio del rey, donde recibió la noticia de que el monarca había enfermado gravemente.

Corrió hasta los aposentos reales y, al llegar, los consternados médicos le explicaron que el rey se hallaba en capítulo de muerte y que el funesto desenlace tendría lugar de un momento a otro.

El yogui se acercó al lecho del moribundo y oyó cómo, con voz desfalleciente, el monarca se quejaba: “¡Cuán deplorable es mi suerte! ¡Durante toda mi vida acumulé grandes riquezas, no quiero abandonarlas y ahora no sé cómo hacer para llevármelas conmigo!”.

El yogui, satisfecho de poder al fin cumplir su cometido, le entregó al rey la caña de bambú.

duranayanegui@gmail.com

El autor es químico.