Polígono: Elogio del libro

Por la tecnología, salvo por algunas colecciones raras o especializadas, las bibliotecas personales son tan perecederas como cajas de helados dentro de una cámara desprovista de refrigeración.

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Cierto día, mientras examinaba los restos de lo que había sido mi biblioteca y pensaba en que pronto se celebraría el Día del Libro, se me apareció, revoloteando, un diablo facho que me habló por telepatía: “¿No sería mejor que lo llamés el día de las hogueras?”. Observé, que, en efecto, el homúnculo cornudo portaba un lanzallamas. Mimó una carcajada, se sentó encima del escritorio y comenzó un discurso lleno de observaciones sobre el placer que le producía quemar montañas de papel impreso. “Es la más espléndida expresión de mi fundamentalismo”, declaró y pasó a preguntarme en tono didáctico: “¿Podés decirme cuántos libros has leído vos en tu vida?”.

Con la idea de impresionarlo, me inventé una cantidad de lecturas, improbable aun si hubiera vivido mil años, lo que aprovechó el demonio para informarme del número, casi infinito, de libros filosóficos, literarios, históricos y científicos publicados en Occidente desde la invención de la imprenta: “Así quedás enterado, por pretencioso, de que no importa cuántos mamotretos hayás leído, no sos ni por asomo más sabio, más informado ni más feliz que el analfabeto que nunca leyó uno”.

Por eso es por lo que ahora, cuando un amigo me pregunta qué puede hacer con su biblioteca personal, que ni a sus hijos ni a sus nietos les interesa, me place aconsejarle que se vaya deshaciendo de ella mientras pueda y no se detenga antes de que todos sus libros quepan en una gaveta de la mesa de noche. Duro, tal vez, pero la verdad es que el fetichismo por los libros nos induce a ignorar dos hechos que los hijos y los nietos vienen sabiendo desde hace tiempos: primero, que en un pequeño disco externo anexo a la computadora cabe, bien ordenada y sin necesidad de estantes apolillados, una biblioteca más grande que la de una universidad de medio pelo; y segundo, que salvo por algunas colecciones raras o especializadas, las bibliotecas personales son tan perecederas como cajas de helados dentro de una cámara desprovista de refrigeración. En suma, que la gran mayoría de los libros que acumulamos están lejos de ser lingotes de oro y no se vale que quienes los hereden los ofrezcan en venta o en donación a instituciones educativas con la condición de que no sean dispersados. Esto hace que, al final, el ofrecimiento se convierta en una maldición.

duranayanegui@gmail.com