Pensiones

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Los fondos de pensiones complementarias constituidos con aportes de decenas de miles de trabajadores alcanzan la suma de ¢2.702.692 millones. Es mucho dinero, si se lo ve en conjunto, pero apenas el necesario para asegurar a sus dueños una vejez digna en un país donde los demás regímenes hacen aguas, en especial el fondo de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM) de la seguridad social.

En el año 2000, cuando el Congreso aprobó la Ley de Protección al Trabajador, el presidente Miguel Ángel Rodríguez argumentó la necesidad de estimular el ahorro para compensar, en el futuro, la pérdida de valor de los beneficios otorgados por los regímenes existentes. Fue visionario, pero no podía serlo tanto como para prever que en los siguientes 13 años nadie haría lo indispensable para apuntalar el IVM.

Por eso, la importancia de los fondos creados en el 2000 es mayor de la prevista. Su cuantía también constituye una tentación para políticos de todo cuño. La actual Administración ha hecho hasta lo imposible para aplicarles el 15% de impuesto sobre la renta, sin importar las pasadas y solemnes promesas de exención. Ahora se insiste en la posibilidad de invertirlos en desarrollo de infraestructura.

La propuesta es sencilla y los riesgos, enormes. El Estado emplearía los fondos para construir obras y cobraría a los usuarios las tarifas o peajes necesarios para recuperar el capital y sus intereses. Tratándose de un fondo de pensiones, los intereses o rendimientos son vitales. Ningún sistema de jubilaciones puede sostenerse a punta de cotizaciones sin convertirse, con mucha rapidez, en un régimen de reparto condenado a la extinción. El desfinanciamiento sería mucho más acelerado en una sociedad como la nuestra, donde casi la tercera parte de la población será mayor de 60 años en menos de cuatro décadas.

Pero si los fondos se invierten en infraestructura, la vital materia del rendimiento dependerá de las decisiones de la Administración Pública, es decir, de la conveniencia política de ajustar tarifas y peajes. Un cierre de carreteras o una manifestación de las “fuerzas vivas” de quién sabe dónde podrían resultar decisivos para determinar y, probablemente, deprimir los rendimientos.

La masa amorfa de pensionados y ahorrantes difícilmente pesará tanto como los grupos organizados para impedir un alza o exigir una reducción de tarifas, sin importar los requerimientos financieros del fondo de pensiones. Si alguien duda de que semejante irresponsabilidad sea posible, acaba de llegar de otro planeta o ignora que nadie se ha atrevido a hacer los ajustes necesarios, aunque políticamente sensibles, para prolongar la salud del IVM.