Página quince: Reflexiones de una hija privilegiada

La calidad de vida que les demos a nuestros padres antes de su partida es un acto de justicia.

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Acabo de terminar de leer Los errantes, de la nobel Olga Tokarczuk, y cito un párrafo que me conmovió profundamente: “Tratamos a los viejos como si fueran ellos mismos los culpables de su deterioro, como si alimentasen su dolencia como los diabéticos o arterioscleróticos. Y eso que sucumben a esa enfermedad, la vejez, los más inocentes”.

Costa Rica está envejeciendo. Según los estudios, en el 2025 las personas de más de 65 años serán 600.000, el 11,5 % de la población. Gozamos de muy baja mortalidad infantil y una alta tasa de esperanza de vida. Estamos experimentando una aceleración en la cantidad de mayores de 65, y a la vez crece la proporción de personas adultas mayores de edades avanzadas.

La calidad de vida de la gente en esa etapa depende de decisiones personales y familiares de ahorro y preparación, así como de políticas públicas acertadas. Es indispensable anticipar, tanto pública como personalmente, las necesidades implícitas en los cambios demográficos.

La vejez es una etapa de cosecha de lo sembrado y brinda muchas satisfacciones; la posibilidad de disfrutarlas depende considerablemente de tres factores: el estado de salud, la situación económica y el entorno familiar. Las enfermedades largas son dolorosas y desgastantes para el enfermo y para su familia, en particular para quienes asumen el cuidado directo. En pocos años, será muy corriente ver cuatro y cinco generaciones de una familia viviendo al mismo tiempo, con mayor recarga en quienes, además, están en el medio, casualmente en una de las etapas más productivas, lo cual supone una presión adicional. La caída en la fecundidad reduce la cantidad de manos, en el seno de la propia familia, que podrían dedicarse al cuidado.

Pocas personas están preparadas para ver a sus seres queridos, en particular a los padres, deteriorarse física y cognitivamente. Asimismo, cuidar de un adulto mayor es mucho más retador que atender un niño. Debe hacerse con profundo respeto, paciencia y amor, teniendo en mente que no están enfermos o achacosos por gusto. Es fundamental el diálogo y la colaboración entre los miembros de la familia y buscar ayuda, pues los niveles de agotamiento y estrés suelen ser altísimos. No es un proceso fácil, como tampoco lo es desprenderse de los padres y seguir adelante sin esos referentes, en especial si han sido nuestra brújula moral, espiritual e intelectual.

Hoy, hace 15 años, partió mi papá, Vladimir Gordienko Orlich, después de una larga y dolorosa enfermedad. No hay edad para perder a un papá amoroso. Lo adoré, y si bien le dije muchas veces cuánto lo quería, me habría gustado habérselo dicho muchas, pero muchas más.

Disposición y vocación. La mejor herencia fue su nombre: sinónimo de excelencia profesional, integridad y generosidad. Muchos ortopedistas costarricenses lo consideraban su maestro. Gracias a su habilidad de cirujano, incontables personas volvieron a caminar, a bailar, a escribir o a hacer deporte.

Mucha gente pasó por su consultorio sin pagar porque aliviar era su vocación. Fue médico, profesor, pionero de la rehabilitación y de la medicina del deporte. Curiosamente, no estudió Medicina por decisión propia, sino por mandato de su padre, quien quizás conocía bien la vocación del hijo. Lo mandó a estudiar a Italia, país del que se enamoró tanto como amaba San Ramón, donde pasó su niñez.

Papá se encariñaba con sus pacientes, y de ahí nacieron amistades maravillosas. Durante mi infancia, las salidas dominicales comenzaban en el hospital con una visita a sus pacientes. Me hacía feliz recorrer los pasillos del San Juan de Dios de la mano de aquel hombrón imponente de ojos color cielo. Muchos años después, cuando las piernas le fallaron, volvimos a recorrer juntos, muchísimas veces, aquellos pasillos; quien fue jefe de Ortopedia y Rehabilitación por más de 20 años, volvió como paciente a la que fue su segunda casa, donde recibió el amor que él siempre dio. Ya fuera en silla de ruedas o con bastón, no avanzábamos muchos metros sin que alguien lo detuviera para saludarlo, expresarle gratitud y desearle bendiciones.

Mi hermano y yo fuimos privilegiados al tener un padre extraordinario, coherente con sus convicciones, trabajador, honesto y leal. Crecimos seguros de su amor, como si no hubiera nada de lo cual él no pudiera protegernos. Nos motivaba y acompañaba en toda actividad que emprendiéramos. Tenía un carácter fuerte y era impaciente, pero como dijo un amigo, su corazón era del tamaño de su cuerpo, lo cual no es poco, pues era un hombre muy grande. Nos crio con mano firme, pero inmensamente afectuosa.

Nos transmitió su gran admiración por mamá; la profesión y las actividades intelectuales de ella eran tan valiosas como las suyas. Entre otras cosas, de él aprendí el amor por todos los seres vivos, admiración por la naturaleza, compasión por quienes sufren y el gusto por la geografía, la fotografía, los deportes y la historia. En mi adolescencia, me reprendía por no leer el periódico: “La historia del mundo está ocurriendo en este momento y estás desperdiciando la oportunidad de enterarte”.

Tanto él como mamá nos nutrieron con su curiosidad intelectual, el gusto por la música clásica, el cine y los libros (aunque tenían distintos gustos literarios y cinematográficos), el aprecio por las raíces familiares, un hondo espíritu de servicio y el interés en la política. Me duele hasta hoy lo poco que lo disfrutaron sus nietos, mas dejó diversas semillas que, consciente o inconscientemente, han germinado en ellos, pero me duele que no tuvieran más oportunidad de recibir su afecto, escuchar sus anécdotas y sus consejos.

Perseverancia. En sus últimos años, llegué a admirarlo más, cuando la enfermedad y el sufrimiento físico y emocional se instalaron en su vida para no darle tregua nunca más. Con entereza, soportó incomodidades indescriptibles; el dolor lo acosó hasta límites atroces. Cuando nos informaron de que no volvería a caminar por culpa de la polineuritis, con fortaleza asombrosa me dijo: “Yo siento una gran paz porque sé que voy a volver a caminar”.

Aquel que había devuelto la movilidad a tantas piernas, perdió la suya; aquel que alivió tantos dolores, no encontraba alivio para los suyos. Pero se empeñó en volver a caminar; gracias a un tratamiento oportuno, su perseverancia y las muchas horas de ejercicio diario, lo logró. En setiembre del 2002, me llamó para darme el mejor regalo: después de cuatro meses de invalidez, había bajado las escaleras por sus propios medios para ir a celebrar mi cumpleaños.

Quería estar bien, en especial por mi mamá, quien también había sufrido un quebranto de salud. Superó varias gravedades y en febrero del 2003 reabrió su consultorio. Volvió a llevar a sus nietos al cine, a visitar a los amigos en desgracia y a llevar a su adorada Merce a dar largos paseos en auto. Atrás quedaron la silla de ruedas, la andadera y, finalmente, el bastón. A finales del 2004, la enfermedad volvió, implacable. Dijo que se sobrepondría otra vez, aun cuando le dieron cuatro meses de vida. Tristemente, la sentencia se cumplió.

Fue un hombre privilegiado. Tuvo hermanos cariñosos que velaron por él desde pequeño, cuando quedaron huérfanos de madre. Sus cuñados lo quisieron como hermano y lo acompañaron en todo momento. En cada etapa y ámbito de su vida, tuvo muy buenos amigos. En el sufrimiento, tuvo el consuelo de la fe para cargar su pesada y dolorosa cruz. Conoció también la capacidad de amar y servir a muchas personas, algunas ajenas a nuestra familia hasta entonces, que nos trajeron consuelo y cariño en esos difíciles años.

Tuvo la fortuna de contar con una compañera de vida extraordinaria, quien, con inteligencia, intuición, generosidad, valentía y amor infinito, lo apoyó y acompañó durante cuarenta años. Por eso, este sentido homenaje es también para ella.

Papá no era viejo; a los 67 tenía aún muchos años por delante. Pero su larga enfermedad lo hizo tan vulnerable como llegan a ser los adultos mayores. Cuidarlos con afecto y paciencia es un reto y un privilegio, a la vez. Decirles cuánto los queremos nos nutre a nosotros tanto como a ellos. Acompañarlos en su último tránsito y cerrar sus ojos amorosamente es un acto de justicia hacia ellos y la mayor fuente de paz tras su partida.

agl.cr.ca@gmail.com

La autora es activista cívica.