Página quince: Esa divina y rara virtud llamada coherencia

Quien tuvo conocimiento profundo del espíritu del marxismo, ¿puede llegar a este punto de decadencia?

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Corría el año 1970. Era yo un niño de siete años y venía de aprender a leer. Entre las cosas que con mayor curiosidad leía era el grafiti pergeñado en las paredes de los edificios. Costa Rica atravesaba la crisis de Alcoa. Las protestas consistieron en una serie de manifestaciones concertadas en abril de ese año. Las atizó la concesión dada por el gobierno liberal de José Joaquín Trejos Fernández —refrendada por la Asamblea Legislativa—, a la empresa estadounidense Aluminum Company of America (Alcoa) para la explotación de bauxita en San Isidro de El General.

Alcoa fue para Costa Rica el equivalente de la revolución de Mayo de 1968 en París, de la Primavera de Praga y de la matanza de Tlatelolco, México, acaecida ese mismo año, el Otoño Caliente de Italia en 1969, las arengas contra la Guerra de Vietnam, las luchas por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, y el asesinato de dos grandes líderes: el reverendo Martin Luther King y el candidato demócrata Robert Kennedy. De todo ello tengo nítidos recuerdos: como Mafalda, yo era el típico chiquillo que todo lo preguntaba y en todo quería inmiscuirse. Una enorme ola de disconformidad y sed de justicia social recorrió el planeta… para ir finalmente a disiparse en las remotas playas del olvido.

Paladines. Los pataleos contra Alcoa encendieron a los grandes marxistas folclóricos de la época. Eran paladines, heraldos, cruzados, caballeros templarios del comunismo soviético, según el modelo que Stalin (un psicópata responsable de la muerte de 8 millones de soldados y 17 millones de civiles rusos, por ejecución directa, hambrunas o exilios a los gulag), y Kruschev (un temible borrachín que cuando se enojaba, se sacaba el zapato y golpeaba furiosamente su mesa en las asambleas generales de la Organización de las Naciones Unidas) habían puesto en marcha en la sangrante estepa y en las ciudades de la inmensa Rusia. Los paladines criollos azotaron los vientos con sus altisonantes discursos antiyanquis. Se gargarizaron con “las palabras de la tribu” (Mallarmé), a saber, “dictadura del proletariado”, “¡proletarios del mundo: uníos!”, “abolición de las clases sociales”, “paraíso socialista”, “imperialismo yanqui”, “justicia social”, “el pueblo unido jamás será vencido”, y muchos otros eslóganes que nocional y conceptualmente no valían más que “Coca-cola: la chispa de la vida”.

Estructura de poder. Eran discursos trepidantes, con “latiguillo”, ojos exorbitados, voces impostadas, líderes estudiantiles que intoxicaban a las poblaciones universitarias en aquella melaza retórica para que fueran a apedrear la Asamblea Legislativa, y encarnar la voz de los desposeídos, los menesterosos, los explotados de la tierra. Cielo santo, ¡qué fogosidad de peroraciones! Ahí el menos elocuente hablaba mejor que Pericles. Santos cruzados de una “religión” —el marxismo— que también tenía su papa, cardenales, arzobispos, curas párrocos y frailecillos: una estructura de poder vertical, estrictamente jerarquizada, dotada de su propio santoral y proclive a deificar a ciertos personajes y tornarlos en ídolos paganos.

Actualidad. Hoy los veo… y no puedo menos que reír. Después de la caída del muro de Berlín, el advenimiento de la perestroika y de la disgregación y desaparición de la Unión Soviética, quedaron como chiquitos sin mamá, errando en estado de intemperie metafísica por los senderos universitarios. Ahora, esos otrora vociferantes paladines ganan sueldos o jubilaciones brutas de ¢9 (un rector universitario), ¢10 (un viejo profesor pensionado) y ¢14 millones (un vicerrector). El sistema los fagocitó. Como la trompa de la mosca, secretó sobre ellos sus viscosas enzimas digestivas para ablandarlos antes de proceder a la ingurgitación.

Precio. Son robustos, recoletos, conformistas burgueses que gozan de sus sueldazos y, ya solo para evocar de vez en cuando sus fogosas mocedades, sacan las oxidadas trompetas y entonan las fanfarrias de antaño. Por un momento, creyeron que la pugna ideológica en torno al TLC les daría un segundo aire… pero no fue así. Ya estaban cansados, erosionados de tanta palabrería soltada al viento volandero, bien arrellanados en sus sofás favoritos, criando nietos, padeciendo enfermedades, yendo a misa los domingos, zapeando con ojos distraídos la televisión, llenos de caldo “de sopa” (Sartre).

Sí, el sistema (esa abstracción que tan maniqueamente satanizaron y señalaron como culpable de todas las calamidades de la patria) terminó por corromperlos y engullirlos. Era cuestión de “llegarles” al precio, y bien se sabe que todos los hombres tenemos uno. Ellos, a decir verdad, se vendieron barato.

Divina virtud. La palabra y la acción no fueron hermanas gemelas. Se convirtieron en “comunistas caviar”, sofistas de cafetín universitario, sacerdotes del ecologismo, o simples burgueses que cuidan sus achaques, protegen celosamente su oro, y procuran que el mundo olvide el tiempo aquel en que impugnaron todo lo que ahora representan. Todo se le puede perdonar a un ser humano, salvo la falta de coherencia.

Ellos fueron incoherentes, incongruentes, sobornables, seducibles: ¢14 millones mensuales harán que ciertos hombres vendan a su madre, traicionen la patria, cambien de color político, de profesión, de discurso, de atuendo, de ideología, de estandarte, de religión, de ciudadanía, hasta de peso, que muchos de ellos ya no podrían, sin arriesgarse a sufrir un infarto, liderar las manifestaciones estudiantiles que alguna vez arengaran.

Un hombre que alguna vez tuvo conocimiento profundo del espíritu del marxismo y creyó en sus postulados, ¿puede llegar a este punto de decadencia? Sí. Tenemos la evidencia empírica de ello. ¿No vibra ya en sus corazones esa cuerda que llamamos solidaridad? ¿No experimentan la menor trepidación al retirar sus cheques y depositar su fortuna en sus arcas, ahora cerradas al menesteroso, al desposeído, al miserable, al mendigo, al desempleado, a la madre que cría a sus hijos en la pobreza, a los hombres que deben abandonar su patria y todo cuanto aman para venir a buscar algo de bienestar en nuestro país? ¿Quién les cauterizó la fibra de la empatía, de la compasión (com-pasión: padecer con) de los budistas, de la caridad cristiana, de la commiseratio de los spinozistas? ¿Perdieron de pronto la capacidad de identificarse, de asociarse cordialmente (del latín cor, por corazón) a la miseria de los demás? ¿Ya no experimentan la injusticia social como un tumor metastásico que urge extirpar de la faz del mundo? ¿De dónde procede esta abulia, esta ataraxia, esta astenia contenta de sí misma, esta avaricia, este aberrante conformismo, esta nueva, tácita bandería prosistema?

La ley. Resultaron ser pura paja, nuestros che guevaras folclóricos. Pura, pura, pura paja… de esa que se lleva el viento y no deja ni el aroma de su ausencia. “Rien que de la gueule” —dirían los franceses: “puro hocico”—. Es inherentemente inmoral y antiético embolsarse una mensualidad de catorce millones de colones en un país donde el Triángulo de la Solidaridad, la ciudadela Gloria Bejarano, la favela Nietos de Carazo, las barriadas de Los Guido, La Carpio, León XIII, Infiernillo de Alajuela y Lomas del Río supuran como úlceras infectadas que hacen retorcerse de dolor nuestra democracia. Una de esas instancias en las que legalidad no equivale a legitimidad, a justicia, a ética. Nuestra sociedad está llena de leyes que son profundamente inmorales, y de sanciones que son absolutamente innecesarias y castigan al inocente. La ley no siempre es éticamente correcta. “Auctoritas, non veritas, facit legem” (“La autoridad, y no la verdad, hace las leyes”), decía cínicamente Hobbes. No: la ley debe ser la formulación estatutaria de la justicia, de la bondad, de la compasión, de la solidaridad, del deber ético a que nos convoca todo aquel que sufre.

Los incendiarios oradores de antaño hoy son dóciles animalitos que andan con el rabo entre las piernas, tratando por todos los medios de ocultar sus sueldos, anualidades y jubilaciones, esas que alguna vez censuraron y denunciaron. Seres fracturados, esquizoides, escindidos: una llamita que se quiso Armagedón, y que no pasó de ser un cirio chiquitito y mediocre, pronto barrido por una insignificante corriente de aire. ¡Pobres almas!

jacqsagot@gmail.com

El autor es pianista y escritor.