Página quince: En la inminencia de algo fatal

No logro sacudirme del alma la vergüenza de vivir en el primer país donde camioneros destituyeron a un ministro de Educación.

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Embelesados nos quedamos viendo al mundo de ayer y, en la aletargada parsimonia de nostalgias imposibles, estiramos nuestras querellas con el presente y dejamos que el futuro se precipite contra nosotros, haciendo trizas nuestras más dudosas certezas. Es hora de incertidumbre sana, de darle fuerza a la duda metodológica, madre de encuentros improbables.

La historia contará cómo se nos desmenuzaron oportunidades entre los dedos. Promesas y amenazas se amontonan en agendas tardías. Ni aprovechamos unas ni nos defendemos de otras. Así no llegamos. No veo cómo. En este ultraje cotidiano a oportunidades y desafíos, aciagos estos; transformadores, aquellos. La política no está respondiendo ni a revoluciones tecnológicas disruptivas ni al desencanto existente por los abandonos democráticos.

No quiero evadir la cuota de responsabilidad que me toca. Heredamos un país excepcional, suizo, le decíamos, y legamos la disfuncionalidad con que bregamos. Y, fíjense bien, que no me refiero al gobierno, pobre él, elegido como emergencia insuficiente. Hablo de “nosotros”, y me incluyo en ese inasible protagonista imaginario, convertido en refugio de un orgullo nacional cada vez más perecedero.

No logro sacudirme del alma la vergüenza de vivir en el primer país donde camioneros destituyeron a un ministro de Educación. Se dice rápido, pero esa página arriesga convertirse en símbolo gris de pusilanimidad atrofiante. La propensión al riesgo político es casi nula frente a las demandas transformativas de los retos del día.

Idolatría a lo obsoleto. Un permanente sesgo estatista crea la imperdonable tendencia a preservar lo desechable. Sin abandonar las “canchas embarrialadas”, se perpetúa como virtud una idolatría reverencial a instituciones inútiles, costosas, desfasadas. Por más que mueren de obsolescencia, sobreviven de ideologías trasnochadas.

Al pensar en la Comisión para la Promoción de la Competencia, condición de nuestro acceso a la OCDE y en ciernes de aprobación legislativa, yo me pregunto si sus comisionados tendrán agallas, garbo o decencia política para romper tantos monopolios estatales de jurásica raigambre.

¿Que el ICE viva? ¡Por supuesto! Se agotaría mi tinta virtual antes de terminar de cantar las glorias de una institución que encarna el espíritu mismo de adalides audaces. Y me adelanto a la cantaleta de siempre: ¿Quién sabe cuánto habría esperado por corriente eléctrica la isla de Chira, ciertamente poco negocio para la empresa privada? Pero clama al cielo y ultraja sus beneméritos laureles, que la ilustre prosapia del ICE sea capaz de sobrevivir solo como monopolio de Estado.

En este punto de la historia, en plena agitación de transformaciones tecnológicas, el monopolio del ICE no solo asfixia su élan vital, sino que también es caldo de cultivo para despilfarro, en lo económico, insoportable balasto de la competitividad e insulto a nuestros castigados bolsillos. Mírese si no el ágil despertar del INS, cuando se libró de la rémora del monopolio que era. Mírese también el dinamismo de Kölbi, hijo del mismo ICE, espoleado por una competencia a la que se opuso con denuedo.

¿Recuerda usted las filas para obtener un celular? Ingrata memoria que la ruptura del monopolio de telecomunicaciones suprimió. Ahora, un teléfono inteligente forma parte hasta de las más humildes expectativas de consumo. Pero incapaces de reconocer los beneficios de la ruptura de esas camisas de fuerza, rasgadas por la historia, seguimos maniatados con los atrofiantes monopolios que nos quedan.

Recope y el CNP. No hay palabras que describan con suficiente dureza la preservación de esas pervivencias desfasadas. ¿Qué bien le hace Recope a Costa Rica, con torpes amenazas de etanol contra nuestros automotores, en nombre del “calentamiento global”? ¿Por qué gastar más en comedores escolares solo para preservar la inflación artificial de los precios en el mercado cautivo del CNP?

Estamos enclochados en un Estado empresario, cuya abundancia de pifias contrasta con la veneración a su culto. Esas verdades incómodas son parte esencial de nuestras impotencias. Hace pocos días escuché algo inaudito. ¡Créanme, es cierto! Hablando contra el proyecto de cerrar el CNP, una figura ilustre se dejó decir que esa institución es esencial para la supervivencia de miles de pequeños agricultores. Eso sí que rompe realmente todos los paradigmas académicos.

¿Acaso los consumidores no son el mercado natural por definición de la producción agrícola? Pareciera que ahí topamos con la ideología pura de un estatismo en su forma más dañina, cuando la producción se pone bajo la muleta de la Hacienda pública, con la creación artificial de un mercado cautivo, ineficiente e inflado. ¡Ay, pequeños productores, cuántos crímenes mentales se cometen en nombre de ustedes! De los precios del arroz, ni hablar.

Mastodontes enquistados. Esos son problemas serios, no solo porque afectan la economía, el empleo, la inversión y las mesas de los más humildes, sino, y para mí eso es igual de grave, porque encierran en un hueco sin luz nuestra capacidad de soñar. Si no somos capaces de librarnos de mastodontes aferrados al cerebro, ¿cómo vamos a atrevernos a emprender transformaciones estructurales de mayor calado?

Ni nosotros ni el mundo estamos para retornos inverosímiles. No somos los únicos donde se manipula el pasado para atrofiar los caminos del presente. La clase obrera francesa, italiana e inglesa, para mencionar tres, abandonan banderas de progreso azuzadas por populismos retrógrados. Estados Unidos siembra, dentro y fuera de sus fronteras, semillas de desconcertantes retrocesos.

Los facilismos doctrinales de nuestra perenne autocomplacencia se estrellan contra escenarios complejos. Aires de enfrentamiento bélico encrespan los mares del orbe. El mundo, preñado de apremios irreparables, convoca voces de alarma y nosotros, en plena crisis económica, desojando margaritas.

Costa Rica, otrora excepcional, tiembla de indecisión en momentos de zozobra. La inminencia de algo fatal acecha nuestra displicencia.

vgovaere@gmail.com

La autora es catedrática de la UNED.