Página quince: El Estado empresa de todos o como botín

Para entender la actual coyuntura, es preciso ir a la raíz, al origen colonial patrimonialista latinoamericano.

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Para entender la crisis del Estado, cada vez más ineficiente y oneroso, es preciso ir a su esencia histórica; ir más allá del desfase institucional coyuntural en el cual se centran las discusiones cotidianas; ir al origen colonial patrimonialista del Estado latinoamericano; a su carácter invertebrado, producto de la sumatoria de intereses privados, carente de un propósito colectivo de interés público para orientar su quehacer e impedir a grupos con intereses no incluyentes tomar el poder, y, en consecuencia, privar a la ciudadanía de los beneficios.

El nuestro es un Estado sin rumbo debido a la falta de un proyecto integrador. Puede tener incluso su origen en la negación de lo existente, como un movimiento popular de cambio “para acabar con la corrupción”, que ve personas, pero no tiene una noción del sistema que lo genera y difunde.

Lo más frecuente en la lid política es que los partidos vean como su misión hacer negocios. Una vez tomado el poder, se reparten el control de las instituciones porque para ellos el Estado es el botín y debe distribuirse entre los ganadores.

En el primer caso, cuando el propósito es “sacar a los corruptos” y colocar a los honrados mediante la creación del Estado santulón, en nombre de la moralidad, el caos es frecuente.

El expresidente Luis Guillermo Solís afirmaba ambicionar que nadie pudiera decir que había robado, pero, como se sabe, el ser honrado es insuficiente para un buen presidente de la República, pues se necesita un timonel para conducir el barco.

Aunque algunos corruptos sean despedidos y se llenen las oficinas de “incienso moralista”, el sistema permanece y se produce, en su lugar, una paralización institucional, la cual es aprovechada por los corruptos para retomar la iniciativa.

Patrimonialismo. En el segundo caso, se instala un gobierno patrimonialista. Por la naturaleza de los grupos asentados en el aparato institucional, sus intereses inmediatos y las clientelas políticas ven el gobierno como el botín para la repartición.

Así, inyectan, desde las cúpulas, la esencia de la corrupción; el beneficio propio que desciende, progresivamente, hasta llegar al funcionario a cargo de atender al ciudadano en las ventanillas.

El problema del patrimonialismo es su carácter sistémico, pues contagia la corrupción, en cascada, no solamente a los funcionarios, sino también a los ciudadanos porque deben pagar mordidas, biombos o utilizar “amistades” para obtener los servicios públicos.

Este sistema, con su práctica, llega a disfrazarse como parte de la cultura nacional y todos terminamos siendo culpables de la corrupción.

El hecho de “ser todos culpables” mitiga los impulsos de control ciudadano y, a menudo, utiliza mecanismos revestidos de aparente severidad. Se aprueban normas de control muy severas, carentes de recursos para exigir el cumplimiento; además, obedecerlas resulta poco atractivo por tratarse de penas desproporcionadas, de tal forma que termina campeando la impunidad y la burla al ordenamiento jurídico.

Rupturas. En otras palabras: el patrimonialismo es percibido como nuestra respuesta cultural intrínseca y superarlo resulta una tarea compleja a primera vista. Sin embargo, es posible, si se actúa sobre el sistema generador, romper progresivamente los círculos viciosos y construir paulatinamente círculos virtuosos que consoliden la autoridad de cambio y transformación.

En este sentido, la ruptura no puede ser violenta, “de una vez por todas”, porque, aunque se arranque un matapalo, este vuelve a resurgir en el contexto.

El proceso de cambio, por su naturaleza sistémica, debe ser paulatino y acumulativo; tener una base sólida en la gestión y generar apoyo técnico, pero sin apostar solo por la tecnocracia, pues por este camino tiene el horizonte limitado, como lo está experimentando el actual gobierno.

La gestión pública debe generar, ante todo, un soporte político. Se trata de construir autoridad creciente. No basta la autoridad formal otorgada por el proceso electoral; los líderes deben fortalecerse progresivamente y mostrar resultados tangibles en áreas sensibles como la salud, la seguridad, la vialidad y el transporte; evidenciar un camino diferente es posible. Actuar asertivamente no solo genera respaldo creciente, sino también contribuye a eliminar la impunidad.

Inclusión. En este proceso, por una parte, la descentralización con información sobre los resultados locales resulta imprescindible para incorporar a los actores locales y regionales a la gestión pública. Por otra parte, la estructura institucional debe fortalecer los mecanismos republicanos de pesos y contrapesos otorgando autonomía a los fiscales y promoviendo la investigación sobre la gestión pública entre las universidades en instituciones como la Caja Costarricense de Seguro Social, la Refinadora Costarricense de Petróleo y la Fábrica Nacional de Licores, como el Informe Estado de la Educación.

Hemos sido configurados por la práctica institucional patrimonialista, heredada de la colonia, pero no estamos determinados. Podemos reprogramarnos a través de una nueva práctica, que construya un nuevo sistema de gestión moderno, con apoyo técnico capaz de generar resultados políticos estimuladores de la integración, la inclusión y la cohesión del haz de voluntades colectivo, alrededor del Estado como empresa de todos.

Eso sí, no debe confundirse la tecnología de la información con la solución en sí misma. La información adquiere dimensión cuando existen metas claras y los resultados no son monopolio del “palacio”, sino que regularmente impera la rendición de cuentas, que activa la participación y auditoría ciudadanas.

Se necesita, además de visión y alianzas, una gran estrategia y táctica políticas. ¿Verdades de Perogrullo? No, arte de gobernar.

miguel.sobrado@gmail.com

El autor es sociólogo.