Página quince: Don Gervasio

Un relato ficticio sobre un buen hombre cuya vida cambió de la noche a la mañana

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Don Gervasio fue uno de los primeros costarricenses en estudiar teneduría de libros, creo que en la Escuela Gregg, y llegó a dominar la materia.

Comprendió que lo que se tiene, menos lo que se debe, es lo que realmente se posee. Por tanto, el activo es equivalente a la suma del pasivo más el patrimonio y ello conforma la ecuación fundamental de la contabilidad, concebida desde tiempos de Leonardo da Vinci.

De su aplicación se obtiene que toda operación financiera da origen a dos anotaciones: una al debe y otra al haber. Así, por ejemplo, una compra de mercancías aumenta el inventario (debe), pero reduce el activo caja (haber) si se paga en efectivo, o eleva el saldo de cuentas por pagar, si se hace a crédito.

Le hacía gracia lo que en una de sus películas dijo Cantinflas, cuando se le encargó la administración de un negocio: «¡Aquí debe haber, pero no hay!». Y no le gustaba cuando le decían que el departamento de contabilidad de la empresa, del cual había llegado a ser jefe, tenía más gente de la cuenta, pues todo lo hacía por partida doble.

Los fines de mes trabajaba hasta altas horas de la noche para hacer el cierre contable y tener preparados el estado de resultados y el balance de situación para el oportuno conocimiento de la gerencia general.

Cuentan que un par de veces, aunque esto no ha sido confirmado, para celebrar cierres contables exitosos del mes de setiembre, que era el fin del año para efectos tributarios y todo tenía que quedar bien registrado, se fue con su equipo de trabajo a un cabaret josefino llamado Zanzíbar.

Por alguna razón, el negocio de su patrono enfrentó un entorno adverso y tuvo que cerrar. Todo el personal se quedó sin empleo de un día para el otro.

Debido a eso, don Gervasio vendió el auto, un lindo Studebaker 1954, porque le consumía muchos recursos, y se dedicó a dar una que otra asesoría, aunque los ingresos eran inferiores a los de antes.

Por dicha, cuando eso ocurrió ya había logrado pagar un préstamo (que él llamaba jarana) recibido para la compra de su casa. No utilizó tarjetas de crédito, pues las consideraba muy onerosas, solo de débito, lo que lo obligó a no gastar más de lo que tenía.

Don Ger, como le llamaban sus amigos, continuó cotizando religiosamente a la CCSS, al régimen de enfermedad y también al de invalidez, vejez y muerte.

Su esposa murió prematuramente, lo cual lo afectó mucho, pero encontró redoblada compañía en su hija. Disfrutó sus paseos a un parque cercano, al Mercado Central, donde solía ordenar un ceviche muy bueno y barato. También lo deleitaban las visitas periódicas al Ebáis del barrio.

Al cumplir 70 años, algo cansado y medio sordo, tanto que ya no entendía muy bien el sermón de la misa dominical, se fue a averiguar cómo obtener una pensión. En la Caja le explicaron que lo que contaba era el número de cuotas, que él tenía de sobra, así como los mejores 48 ingresos devengados y cotizados durante los últimos cinco años, y que del promedio de estos le correspondía un 60 %.

Don Gervasio comenzó a recibir una pensión módica, que en colones de hoy correspondería a unos ¢245.000 mensuales. Opinaba que el mejor seguro social era tener bastantes hijos, cosa que para él no funcionó, pues solo tuvo una hija.

Llevó sus finanzas personales al centavo, con flujos de caja (siempre prefirió llamarlos cash flows) que revisaba y actualizaba cada semana y hasta más frecuentemente de ser necesario; nunca gastó más de lo que tenía. Cedió su casa a su hija y se pasó a vivir en un cuarto al fondo, con ella y su familia.

Vestía pantalones de casimir al estilo 1950, anchos como hojas de plátano, que le llegaban una pulgada por encima del ombligo. Usaba sombrero. No aceptó ponerse jeans ni pantalones tallados, como los de ahora, ni que se los regalaran para su cumpleaños, porque lo consideraba un ridículo.

Siempre vistió camisas blancas de algodón —a lo sumo celestes o beis— de manga larga. Tampoco llegó a usar celular y sus pagos lo realizaba en efectivo o mediante cheque. Los estados de cuenta, donde le depositaban la pensión, se los imprimía su hija.

«No veo mucha televisión, excepto cuando juega la Sele y el Saprissa, ni escucho mucho radio, porque estoy medio sordo», decía.

«Domino los principios contables como el mejor, pero me han dicho que ahora son las computadoras las que llevan la contabilidad de los negocios, y que personas como yo no son necesarias».

Don Gervasio manejó sus finanzas personales con el mismo cuidado que lo hizo en la empresa en la que trabajó. Pero un día, por alguna extraña razón, no se dio cuenta de que el cheque número 928, por ¢10.175, no había sido cambiado aún y emitió otro por ¢7.120, el cual rebotó por fondos insuficientes.

Eso le afectó enormemente en lo profesional y en lo emocional, porque nunca antes un asunto contable tan simple le había representado problema alguno. Ofreció sinceras disculpas, dio efectivo a cambio del cheque y sufrió mucho desde entonces.

Según me contaron, falleció recientemente, pobre y un tanto deprimido, a la edad de 91 años, sin que sus amigos pudieran acompañarlo en su último viaje por el asunto de la pandemia.

tvargasm@yahoo.com

El autor es economista.