Oficina de prensa

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Hace bien el presidente electo, Luis Guillermo Solís, al prescindir del Ministerio de Información, si por eso se entiende el ejercicio al cual nos hemos acostumbrado, al menos durante las Administraciones recientes. Ese despacho, en la práctica, pocas veces tuvo más vuelo que el de una simple oficina de prensa.

El nuevo mandatario, quizá en reconocimiento tácito de esa circunstancia, anunció al país la apertura de una simple oficina de prensa. En eso yerra. El Ministerio de Información, o el despacho que haga sus veces, debe ser capaz de desarrollar una política informativa, no atender los temas “periodísticos”, como dijo el presidente durante el anuncio de su gabinete.

La tarea va mucho más allá de colocar gacetillas en los periódicos y pelear minutos al aire en la radio y la televisión. Tampoco se trata de crear publicaciones electrónicas para cantar loas al Gobierno, con vanas esperanzas de captar la atención de algún navegante despistado. Al despacho de información ni siquiera le corresponde ser siempre la vanguardia de la Administración en el debate público, ni su baluarte frente a la crítica.

No es, necesariamente, labor para un periodista ni tampoco para un relacionista público. El trabajo de comunicación es para un estratega, capaz de dar sentido y coherencia al mensaje del Gobierno. Por eso puede ser conveniente la designación de un ministro con la autoridad necesaria para coordinar a sus pares del gabinete en asuntos específicos de comunicación. Si no tuviera ese rango, el encargado debería contar con el inequívoco respaldo del mandatario o, cuando menos, del Ministerio de la Presidencia.

Amén de contribuir a definir el mensaje general y sus motivos recurrentes, el estratega de la comunicación debe establecer el ritmo y el sentido de la oportunidad. La palabra dicha a destiempo puede ser tan dañina como la expresión imprudente o mal pensada.

Quizá los esfuerzos de comunicación desarrollados durante los últimos Gobiernos hayan dado mala fama a la función, asemejándola a tantos otros gastos superfluos. Para probarlo, ahí están las declaraciones de los gobernantes cuando defienden sus logros y achacan la falta de reconocimiento a fallas de la comunicación, aunque siempre hayan tenido a alguien encargado de cuidarla.

Con esos resultados, la confusión no sorprende, pero la estrategia de comunicación no es un gasto superfluo, sino una delicada función política, de cuya buena ejecución puede depender el éxito de las iniciativas gubernamentales. En su ausencia se corre el riesgo del discurso contradictorio y desarticulado. Por eso es una práctica común en todos los rincones del planeta.