Mi jungla, mi templo, mi mujer

Jacques Sagot emprendió la organización de su biblioteca tomando como seres vivos cada una de las obras: Cervantes y Lope de Vega, por ejemplo, se sacan la lengua desde sus respectivos libros.

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Después de cambiar el piso de mi biblioteca (la madera se había podrido y cedía peligrosamente bajo mis pasos) me he abocado a la reorganización de los libros. Miles de ellos. ¡Ah, el gozo del demiurgo, retransformando el caos en plenitud del orden! Cada uno de ellos reclama los mejores lugares en la biblioteca, los más expuestos, aquellos que les permitirá codearse con los clásicos y las colecciones de lujo. Otros, más modestos, me piden ser ubicados en lugares menos visibles, en los estantes inferiores o allá en lo alto, donde apenas puede entreverse su título. Yo trato de complacerlos a todos, pero las limitaciones de espacio a veces me obligan a colocarlos en vecindarios que no les son muy simpáticos.

No he leído la mayoría, algunos los he apenas ojeado, muchos han entrado a mi alma para quedarse, con visa de residentes, valijas y todo. La cultura no es sino eso: la capacidad de trazarse un itinerario personal a través de ciertas lecturas, ojalá las que constituyen puntos de referencia históricos, y saber luego relacionarlas sistémicamente. Contrariamente a lo que algunos piensan no he leído tanto, pero he leído muy bien todo lo que he leído.

Hay libros altivos, desdeñosos, que expresan su disconformidad si son ubicados en vecindarios indignos de su prosapia. Autores que se rechazan. Miguel de Cervantes y Lope de Vega, por ejemplo, se gruñen desde sus respectivos libros. Aun cuando perteneciesen a la misma colección, y su distanciamiento crease una evidente y perturbadora discontinuidad visual en la biblioteca, no podemos poner la Summa theologiae de Santo Tomás al lado del Marqués de Sade. Se sacan la lengua uno al otro, se denuestan en su silencioso lenguaje de objetos animados por latente vida autónoma, se empujan hasta que uno de los dos, o ambos, caiga del estante. Son territoriales y celosamente vigilantes de su entorno, su perímetro de seguridad.

Por una cuestión de sentido común, conviene evitar la contigüidad de Voltaire y Rousseau: no harán otra cosa que querellar entre ellos. Dickens, Balzac, Stendhal, Pérez Galdós, Flaubert, Zola, Dostoievski no coexisten armoniosamente: los novelistas son particularmente hegemónicos. Todos, en su momento, soñaron con escribir “la novela de su siglo”. La verdad es que todos, a su manera, lo lograron.

Motín. Y luego, no sería sensato aproximar a ciertos personajes: pongan juntos a Ganelon, Raskolnikov, Merteuil, Macbeth, Iago, Javert, Danglars, Frollo, Tartufo, Creonte, Antígona, Thérèse Raquin, Madame Bovary, Meursault, Drácula, Sauron, Mr. Kurtz, Don Juan, el Marqués de Bradomín… y pronto tendremos un “motín a bordo”: los libros, insurrectos, tomarán por asalto la casa, nos amarrarán a la cama mientras dormimos y se dedicarán a celebrar una saturnal en torno nuestro.

Los poetas, cuentistas y dramaturgos son, en general, más llevaderos. Esos posiblemente sean sensibles al aspecto físico, material del libro, y exijan verse rodeados de belleza. Pero no actuarán belicosamente. Hemos de procurar observar, empero, su voluntad: una bella edición de los Sonetos de Shakespeare o las Fábulas de La Fontaine protestarán al verse en la contigüidad de un desteñido libro de bolsillo. Comprendo su sentir.

Como en los casos de Borges y Montaigne, los libros son para mí objeto de culto. La quimera de la biblioteca infinita me ha habitado desde siempre. En su ensayo De los tres comercios, Montaigne compara los tres tipos de vínculo que han jalonado su vida: “Las mujeres bellas y honestas” (en su caso, Marie de Gournay); “las amistades raras y exquisitas” (La Boétie); y los libros.

“El amor y la amistad son fortuitos, y dependen de los demás: el primero resulta aburrido por su infrecuencia, la segunda se marchita con la edad. Ninguno de los dos ha logrado llenar las necesidades de mi vida. El de los libros es el tercer comercio: es más seguro y nos pertenece más plenamente. Cierto: el amor y la amistad son más intensos, pero los libros tienen la ventaja de la constancia, la lealtad y la facilidad”, nos dice el creador del moderno ensayo.

Aunque todo en mi alma propende al comercio con las mujeres, Montaigne lleva razón al declararlo infrecuente… ¡infrecuente como las colisiones planetarias! Así que debo sumarme a su sentir: son leales, los libros, y una fuente de gozo siempre renovado. En mi universo, pasan por objetos sagrados, y no es sin reservas que uso la palabra “objetos”, pues para mí más se asemejan a criaturas vivientes.

Bellos en sus cuerpos como en sus almas, en su parte sensible como en su parte inteligible. Un buen libro será siempre físicamente bello (la edición podrá acaso no ser la más lujosa, pero yo inevitablemente lo encontraré hermoso). Jamás, por ejemplo, he visto —puedo decirlo con absoluta honestidad— una edición del Quijote, aun la más humilde, que no quisiese poseer, oler, acariciar.

El alma del libro embellece su cuerpo. Lo que no he logrado vivir con las mujeres, lo experimento naturalmente con los libros. Sin duda, una más de mis muchas limitaciones.

Organización. Por lo pronto, ahí están mis libros, yaciendo promiscuamente en el suelo. A duras penas se puede caminar a través del cuarto sin pisotearlos. Ya dispuse de las partituras, de la literatura francesa y de ciertas colecciones cuyos lomos son particularmente bellos a la vista.

La falta de uno solo de ellos me llena de angustia: ¡Le temo a la oquedad, al vacío, a la ausencia! Pero ahí han ido apareciendo sin excepción. El trabajo ha sido extenuante, pero gozoso.

Organizar una biblioteca… es organizar el mundo, jugar a Dios. San Agustín decía que la belleza no era sino “el esplendor del orden”. Dieciséis siglos más tarde, Breton dictamina que “la belleza será convulsiva o no será”.

Mi partido está tomado: le apuesto al “esplendor del orden”, y rechazo la belleza convulsiva. Mi biblioteca es una jungla, una farmacia, un templo, un laberinto, una casa de los espejos, un parque de diversiones, un laboratorio, un océano… y, además, es mujer: sé por qué lo digo.

Algo más: la biblioteca de papá fue el lugar más mágico de mi infancia. Era vasta, caótica, inagotable, y me fascinaba desde mucho antes de que aprendiera a leer. Esa biblioteca fue absorbida por la mía, que ahora la contiene, preserva y salvaguarda.

Eso es la cultura: una travesía de relevos, el fuego sacro que pasa de mano en mano, transgeneracionalmente, siempre vivo, siempre puro, siempre en proceso de expansión: integrando el pasado al presente, e iluminando la senda del futuro, aun en medio de las más negras borrascas. Somos una flecha que un arquero misterioso disparó: vamos a lomos del tiempo, en una irreversible, entrópica dirección. Nuestra misión consiste en llegar tan lejos como sea posible, y vivir con lucidez y dignidad.

El autor es pianista y escritor.