Mi amiga Carmen

El destino nos lleva a conocer personas, pero luego conocemos otras y dejamos a las primeras, pero nunca olvidamos.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

A Carmen la conocí cuando comenzaba mis estudios en Madrid. Alegre, simpática, típica joven madrileña de clase media. Trabajaba en una tienda en la Puerta del Sol. A las ocho de la tarde, cuando salía del trabajo, la esperaba, la recogía y nos íbamos por las calles, por las tascas, a un determinado café. Minutos antes de las diez de la noche, corre que te corre para su casa porque, a esa hora, la puerta principal del edificio de apartamentos se cerraba; allá lejos, en la Moncloa.

Una noche, la madre de Carmen llegó también a esperarla. Quería saber con quién, todas las noches, su hija salía a caminar. Me miró detenidamente la madre de Carmen; bella mujer, joven aún, de austera elegancia, ojos casi azules.

—Vine a conocerte—, me dijo. — Te recuerdo que Carmen no puede llegar después de la diez. Tú pareces buen chico, pero no me gustan los extranjeros, entre otras cosas, porque siempre están regresando—.

Me sorprendió su serena y lacónica expresión. “¿Qué le ha sucedido a tu madre?”, le pregunté a Carmen en la cafetería.

— Mira— me contestó.— Yo estaba muy pequeña y casi no recuerdo nada. Solo sé que mi madre era alegre y feliz. Vivíamos muy bien, pues mi padre era médico sobresaliente. Cuando estalló la revolución, salió un día después de cenar a comprar cigarrillos. Nunca volvió. Mi madre lo esperó una semana, un mes, muchos años. Jamás supo de él. Fue a la Policía, preguntó a los amigos, a los parientes, a los empleados del hospital. Todos contestaron que no sabían nada. Nadie supo si lo detuvieron, si lo fusilaron, si ingresó al Ejército, con el gobierno, con la insurrección. Ninguna persona se enteró jamás—.

Un día, a la casa llegó un pariente y dijo a la madre de Carmen: me informan que a tu marido lo vieron hace poco en Granada. Diez largos años habían transcurrido desde que salió a comprar cigarrillos. Su madre corrió, pidió permiso en el trabajo, alistó maletas y, presurosa y esperanzadoramente, salió para Granada.

Cuatro, cinco, quince días buscando, interrogando, enseñando la fotografía de su marido a todos los que detenía para preguntar. Nadie sabía de él. Y así en Sevilla y así en Córdoba y en Jerez.

Desgaste. Se fue marchitando el carácter de la madre de Carmen y su rostro, como de cera, bello, pero sin luz.

Carmen había heredado la belleza y la sonrisa de su madre. Cuando la conocí, casi no recordaba la tragedia familiar. Estaba acostumbrada a una vida sin padre. En la tienda, recientemente, la habían nombrado jefa de departamento, ascenso de gran importancia.

Pero, quizá por mis estudios o por otros ojos que, de repente, un día me miraron, decidí terminar con aquella relación de amistad.

La última vez fui, la esperé y, en la cafetería de siempre, le dije que tal vez ya no volvería. Con serenidad y madurez me respondió: “Mi madre siempre me dijo que tú, en cualquier momento, te marcharías; pero mira, no me sorprende, solo me entristece. En todo caso, pienso que hemos sido felices, caminado por las calles en verano, en invierno, tomado una copa de vino o frente a una taza de café. La pasamos bien y para mí eso es suficiente”.

Nunca la volví a ver. En alguna ocasión recuerdo a su madre, hermosa, ojos casi azules, de austera elegancia, rostro como de cera, bello pero sin luz. Y a Carmen, que por una rara defensa de la naturaleza había olvidado a su padre, quizá para poder sonreír y continuar viviendo. A Carmen la recuerdo ahora, desdibujada por el tiempo, serena ante la adversidad, amiga en época de inquietudes intelectuales, con energía y decisión para soportar las consecuencias trágicas de todas las guerras civiles del mundo.

Cuarenta años después, regresé y volví a la cafetería. Sentado en la misma mesa, con algo que pedí para tomar, mirando a todos los que entraban y salían. Muchachas alegres, simpáticas, dicharacheras, de ojos casi azules, que me miraban distraídamente, que no me miraban, de lejos, de cerca, dentro, fuera.

Sí —terminé pensando al salir del café aquí—, en Madrid, todas las muchachas deberían llamarse Carmen. Y ahora, en la democracia, siempre de rostros bellos pero con luz.

El autor es abogado.