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A cinco años de la entrada del TLC, aún persiste la discusión de si al país le convenía, o no, haberlo aprobado. A pesar de la crisis económica mundial, la inversión extranjera, las exportaciones y las importaciones han seguido creciendo. Una parte de ese crecimiento se debe a la decisión de darle el sí al TLC. Pero también es cierto que no se han concretado los pronósticos ultraoptimistas de algunos. El crecimiento de la producción y de los ingresos no es extraordinario. El desempleo y la inflación siguen siendo más altos de lo esperado.

Tampoco han sucedido las predicciones cataclísmicas de los opositores al TLC. No se han robado todos los recursos naturales, ni ha desaparecido la Caja. Pero sí es cierto que la distribución del ingreso se ha deteriorado y la situación de pobreza de muchas familias no ha mejorado.

Está claro que el TLC no ha sido, ni puede ser, la panacea. Un tratado, por sí solo, no resuelve todos los problemas económicos, sociales o políticos de un país. Tampoco es el causante de todos sus males. Es una pieza más dentro del conjunto de decisiones que se toman, y que determinan un resultado final. Por eso, más que volver a recordar las viejas discusiones del “sí” y del “no”, deberíamos enfocarnos en analizar el conjunto de decisiones que toma el país.

Desde hace ya unos 30 años la apuesta de Costa Rica ha sido crecer a través de una mayor inserción en la economía mundial. Para ello, la producción nacional se abrió a la competencia internacional. Eso obliga a todos (trabajadores y empresarios) a competir fuera (exportando) y dentro (importando). Para ello hay que ser mucho más eficientes en el uso de los recursos disponibles. Los empresarios deben actualizarse constantemente. Los trabajadores deben capacitarse y reentrenarse.

Pero, como todo nos gusta hacerlo “a la tica”, decidimos cambiar parcialmente la estrategia y hacer la apertura muy despacio. Esto, para ayudar a algunos sectores considerados como vulnerables a esa competencia “salvaje” mundial. De ahí que se postergara por muchos años la apertura de las telecomunicaciones, de los seguros y de algunos productos agropecuarios.

También se decidió no modernizar el Estado. Este sigue siendo ajeno a los criterios de eficiencia y eficacia. Mientras los ciudadanos nos vemos obligados a medir con mucho cuidado cada cinco que gastamos, el Estado sigue desperdiciando recursos. Al empleado público no se le exige tanto como al privado, pero se le paga más. La rendición de cuentas es nula, por lo que existe un divorcio entre lo que hace el Estado y lo que los ciudadanos requerimos para poder cumplir con las exigencias del mundo globalizado. Nos tiramos al ruedo, y el Estado se quedó viendo los toros desde la barrera.