La reforma del día después

Es hora de que empecemos a sumar adeptos a la simplificación tributaria.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Diez años de crecimiento desenfrenado del gasto público finalmente nos está pasando factura. La economía se ha desacelerado, la recaudación cae y al gobierno se le dificulta cada vez más conseguir los recursos prestados que requiere su deficitaria operación. La situación de liquidez es tan apretada que ha debido optar por un recurso de última instancia: la emisión de letras del tesoro para que el Banco Central lo financie mediante la proverbial puesta a funcionar de la maquinita de hacer billetes.

Esto cambia las reglas del juego. El tiempo se acabó para las discusiones estériles, y ahora tendremos que aceptar el trago amargo de las medidas de emergencia que distan mucho del objetivo primordial de toda política pública: resolver el problema que pretenden atacar. A pesar de sus defectos, el paquete fiscal es la carta de presentación que Hacienda necesita para captar los recursos requeridos para mantener la barca a flote.

Lo anterior es una pena porque se trata de una “reforma” que no resuelve ni de lejos el problema de las finanzas públicas, profundizará la ralentización de la economía e introducirá nuevos niveles de complejidad a un esquema tributario fragmentario y muy difícil de administrar, caracterizado por muchos impuestos, tasas muy elevadas, incontables exoneraciones y portillos para la evasión y la elusión, y una base muy reducida de contribuyentes. Para muestra, algunos botones:

El Ministerio de Hacienda identificó, en octubre del 2017, una lista de 105 tributos. Incluye impuestos, derechos, licencias, timbres (excepto los de los colegios profesionales, así que súmele), cuotas, contribuciones, tasas y cuanto eufemismo y sinónimo de impuestos pudo conjurar el legislador.

Cuatro impuestos generaron el 87,7 % del total de los ingresos tributarios acumulados a agosto de este año: el impuesto sobre las utilidades, el impuesto general de ventas, el selectivo de consumo y el impuesto único a los combustibles.

Dos terceras partes de lo recaudado por la Dirección General de Tributación proviene de los grandes contribuyentes nacionales, que son aproximadamente 450 de las más grandes empresas del país.

El 84 % de los asalariados está cubierto por el umbral de exoneración del impuesto de renta.

Para este año, lo que Hacienda dejará de percibir por concepto de exoneraciones asciende al 5,7 % del PIB, según reportó este diario el 4 de diciembre del año pasado.

Siguiente tarea. Se apruebe o rechace el paquete tributario, dada la gravedad de la situación fiscal y el riesgo de que se desborde y afecte la economía de todos los costarricenses, no podremos tomarnos un respiro. El día después de que se defina la suerte del expediente 20.580 deberemos entrarle de lleno a la verdadera reforma, la que nos permitirá generar un ambiente propicio para el crecimiento económico, a la vez que resuelva la precariedad de las finanzas públicas y elimine la recurrencia de las crisis fiscales.

Muchas personas —diputados, ministros, economistas independientes, analistas, columnistas— hemos hablado sobre la necesidad de tomar medidas de reactivación de la economía (reducción de costos de la energía, desarrollo de infraestructura clave, simplificación de trámites, modernización de la legislación laboral, educación dual, etc.), y también ronda en el ambiente la promesa gubernamental de promover una reforma del empleo público en el 2019 y la reforma del Estado en el 2020. Pero casi nadie está hablando de la reforma tributaria necesaria para acompañar la modernización del aparato productivo, potenciar las medidas de reactivación y complementar las muy necesarias medidas de racionalización del gasto público y cierre de instituciones obsoletas implícitas en las reformas del empleo y del andamiaje estatal. Kevin Casas la insinuó en un magnífico artículo de opinión el 25 de agosto pasado.

Los liberales tenemos mucho que decir al respecto, pero tenemos también la obligación de contribuir a este debate dejando de lado los temores, los prejuicios y el facilismo de un eslogan que puede traducirse en unos votos más, pero nada aporta en la búsqueda de una solución para los problemas de este barco llamado Costa Rica en el que viajamos junto con estatistas, intervencionistas, keynesianos y conservadores de toda estirpe que desean, cada uno a su manera, lo mejor para el país.

Con 105 tributos vigentes, es fácil abrazar la postura de “no más impuestos”. Pero quedarse en la política del bloqueo implica ceder la iniciativa y conceder la derrota por adelantado a quienes ven en los impuestos la solución a todos los problemas. La clave está en una significativa simplificación tributaria.

Las siguientes son las características que debería tener el sistema tributario para promover el crecimiento económico, mejorar la competitividad del país, fomentar la productividad y equilibrar las finanzas de manera simultánea y sostenida.

Pocos impuestos, fáciles de cumplir y de pagar. Podríamos eliminar al menos 80 de los 105 tributos existentes sin afectar las finanzas. La reducción de los costos de cumplimiento para el contribuyente permitirá destinar esos recursos a actividades más productivas: ganamos en dinamismo y competitividad. El ahorro de recursos para la administración tributaria se traducirá en una mayor eficiencia recaudatoria.

Mantener 25 tributos sigue siendo un despropósito, por lo que habrá que buscar la forma de consolidar varios de ellos o recuperar esos ingresos por la vía de la mayor eficiencia recaudatoria que permitiría un esquema concentrado en los impuestos de mayor rendimiento.

Tasas bajas y uniformes. La proliferación de tasas, tractos y umbrales dentro de un mismo impuesto abre oportunidades para la elusión y la evasión. En algunos casos, además, crea incentivos perversos: con la estructura actual del impuesto a las utilidades de las pequeñas empresas, no conviene aumentar las ventas por encima de (aproximadamente) ¢54 millones anuales, porque la factura impositiva se duplica al traspasar ese umbral. Small is beautiful, pero condena a las empresas al estancamiento y fomenta la evasión.

Entre más bajas las tasas impositivas, menor es la distorsión que introducen los impuestos en el sistema de precios del mercado. Una bajada de tasas fomenta la inversión productiva, el crecimiento y el empleo y, por esa vía, bien calibrada, tiene el potencial de mejorar la recaudación. Sumadas al cierre de portillos para el incumplimiento tributario asociado con la uniformidad de tasas y la mayor capacidad de fiscalización por parte de la administración tributaria producto de la eliminación de decenas de impuestos improductivos —que se traduce en un incremento en la probabilidad de detección del fraude— las tasas bajas y uniformes desincentivan la evasión y la elusión.

Impuestos de base amplia. El aparato estatal nunca será sostenible mientras el peso de la recaudación recaiga sobre el 16 % de los asalariados o las 450 de las casi 65.000 empresas formales que, según el Observatorio de Mipymes de la UNED, existían en el 2015. Un estudio del Estado de la Nación y la Asamblea Legislativa detectó, en el 2016, la existencia de más de 1.290 normas de exoneración en la legislación costarricense, de las cuales al menos 350 están vigentes y son de naturaleza continua.

Las exoneraciones se deben limitar a casos de absoluta necesidad, y solo cuando no es posible diseñar un mejor mecanismo para ayudar a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Por ejemplo, para compensar el establecimiento del IVA a la canasta básica, sería mucho más eficaz eliminar los aranceles de importación que afectan a dichos bienes y los encarecen en mucho mayor proporción que el IVA.

La eliminación de las exoneraciones, de la mano de pocos impuestos de tasa baja y uniforme y mayor facilidad de administración, se traducirá en una mejora en la recaudación a la vez que se dinamiza la producción y se incrementa la competitividad del país.

Eliminación de destinos específicos en impuestos generales. Gobernar significa definir prioridades y tomar decisiones. Si los recursos recaudados vienen amarrados a destinos preestablecidos por ley, se pierde gobernabilidad. Ese es el ladrón que nos ha robado la paz por más de 20 años y ha restado credibilidad a la democracia. Los impuestos generales deben ingresar a la caja única para que el gobierno pueda destinar los recursos a las prioridades establecidas en su plan nacional de desarrollo. Eso fomentaría un mejor análisis de la oferta política por parte del votante. Fortalecería la democracia.

Es mucho lo que hay que avanzar. Aunque el presidente de la Corte no lo entienda así, una verdadera reforma fiscal debe atacar ambos lados de la ecuación: ingresos y gastos. El recorte del gasto es imperativo; la mera contención es insuficiente. Dichosamente, tiene muchos defensores. Pero la mentalidad imperante en Costa Rica en materia de ingresos siempre ha sido subir los impuestos, sin importar los efectos distorsionantes y contractivos que pueda tener. Es hora de empezar a sumar adeptos a la simplificación tributaria.

El autor es economista.