La política en las emociones

La dificultad de sectores de izquierda y progresistas para condenar a Hamás proviene de una errónea creencia

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¿Qué hace que distingamos lo bueno de lo malo y lo correcto de lo incorrecto? Desde que existe la humanidad, preguntas como esta son respondidas desde diversas perspectivas y disciplinas.

Para el pensamiento teológico y religioso, la capacidad de distinguir entre la virtud y el pecado ha sido sembrada por la divinidad en nuestros corazones, de modo que natural o “instintivamente” sabemos cuándo actuamos de un modo correcto o cuándo desobedecemos el mandato moral.

Por si se nos olvidara, el Antiguo Testamento dice que los 10 mandamientos fueron grabados en piedra, y la obediencia y la desobediencia se premian o castigan, respectivamente, con el cielo y el infierno. En una visión así, es difícil ejercer el libre albedrío, ¿no les parece?

David Hume planteó que derivar un mandato moral o “deber ser”, a partir de un hecho o un “es”, implica dar un salto lógico o razonar equivocadamente.

Hume consideraba que la moralidad humana estaba más relacionada con nuestros sentimientos que con el discernimiento o uso de la razón, pues las cosas eran buenas cuando causaban nuestro agrado y malas cuando, en general, nos producían desagrado. Y que para que esto ocurriera conocíamos de antemano todos los hechos y las relaciones puestas en escena. Lo moral o inmoral no era, pues, resultado del razonamiento o juicio, sino de esa impresión resultante.

Su admirador y amigo Adam Smith, sin embargo, consideraba que, siendo la experiencia la base de los sentimientos, a partir de esta se consolidaban las reglas generales de la moral (que podían provenir de un creador) y que el acatarlas o desacatarlas era una decisión posterior al uso de la razón o de nuestro juicio.

¿Ustedes qué piensan? ¿Cuánto influyen nuestros sentimientos en nuestras valoraciones morales? Y, un paso más allá, si nuestros sentimientos están educados e informados por la cultura, ¿cuán “objetiva” puede ser nuestra razón a la hora de buscar la justicia?

Con todo y que a los filósofos les gustaba llamar grandilocuentemente “tratados” o “teorías” al puñado de páginas que escribieran sobre cualquier temática, pienso que fueron pensadoras como Christine de Pizan (1405), Mary Wollstonecraft (1792) o Flora Tristán (1803), por mencionar algunas, las que primero notaron que, a pesar de desear guiarse por la investigación sistemática, la gran mayoría de ellos impregnaron sus trabajos con sus prejuicios.

Nada más lógico que fueran las mujeres quienes primero lo notaran, dado que, si bien también escribieron un montón, por siglos fueron excluidas de la posibilidad de educarse y formar parte de las academias o clubes de filósofos solo por no ser hombres.

Pero ese no es el motivo de mis preguntas, sino el debate que ha suscitado en nuestro país y el mundo el aberrante ataque contra civiles en Israel, realizado por el grupo terrorista Hamás el 7 de octubre.

Atragantamientos

Es notorio, en la Asamblea legislativa y en algunas universidades locales e internacionales, cómo a ciertos grupos se les atraganta expresar una condena directa de las atrocidades cometidas por Hamás contra israelíes y personas de otras nacionalidades, y que dieron inicio al deshumanizante conflicto que hoy encoge el corazón del mundo.

Es un ejemplo de cómo, si se la deja, la política —razonada y, por tanto, volitiva— puede imprimir las emociones y equivocar el juicio.

No dudo de que los sentimientos humanos son simpáticos, como diría Hume. Por haber experimentado dolor, desarrollamos la capacidad de sentir el dolor ajeno, a veces incluso físicamente, en nuestros cuerpos. Sin embargo, también la socialización y la interiorización de las normas y modos de actuar culturales influyen en la elaboración de nuestras emociones.

Bajo el antiguo modo de ver el mundo en función del honor (para los hombres) y de la honra (para las mujeres) —que en algunas culturas todavía es predominante—, una madre espartana, por ejemplo, se sentía orgullosa de que sus hijos murieran en la guerra y ella misma los estimulaba a marchar al campo de batalla.

Un viejo amigo me relataba, también con orgullo, cómo, durante la invasión extranjera de su país, en 1808, cuando algún compatriota se acobardaba ante el salvajismo de la lucha cuerpo a cuerpo e intentaba trepar por los balcones del pueblo, las mujeres, guardadas por ellos en las casas, les echaban agua hirviendo para que volvieran al campo de batalla.

Sin embargo, debido a experiencias como esa, nuestra visión del mundo y nuestros sentimientos cambiaron mucho. De salvajada en salvajada, llegamos a la proclamación de la universalidad de los derechos humanos, al derecho internacional humanitario —que regula el comportamiento correcto en las guerras— e incluso a la discusión actual para establecer mecanismos de justicia restaurativa y transicional.

En el 2008, Australia se disculpó oficialmente por los crímenes cometidos contra la población indígena, como un primer paso para hacer las reparaciones que en justicia correspondan. Esto mismo se está replicando en Sudáfrica, Canadá y Nueva Zelanda.

Mas, como es difícil para los seres humanos desprenderse de sus sentimientos y aprender a convivir, para lo cual es necesario ceder algo recíprocamente, el camino de la reparación no es en línea recta: el 14 de octubre el “no” ganó en el referendo que proponía reconocer a la población indígena australiana una cuota de poder en el Parlamento.

Emborronamientos

La dificultad de sectores de izquierda y progresistas para condenar a Hamás proviene de la errónea creencia de que, al actuar así, están defendiendo a los oprimidos de los opresores, que en este caso serían, respectivamente, el pueblo palestino e Israel.

Al hacer esto, parecen querer ignorar que, por ejemplo, las cerca de 260 personas asesinadas por Hamás en el Néguev eran precisamente jóvenes de izquierda y progresistas que participaban en un concierto por la paz. También, parecen olvidar que los grupos que ejercen el terror en nombre de religiones, como Hamás, el Estado Islámico, los talibanes o el régimen de Irán, no dudan en ejecutar a las mujeres que desacatan sus dictados morales de vestimenta. Y que castigan la homosexualidad —aunque en privado sea practicada por ellos como parte de sus prerrogativas masculinas—.

No es que estos sectores y personas todavía vivan bajo un modo espartano de ver el mundo y no sepan distinguir la maldad del comportamiento de Hamás, sino que parecen seguir razonando en función del mundo de la Guerra Fría, cuando supuestamente las minorías étnicas subyugadas por la Unión Soviética vivían felices y Putin hubiera sido un abnegado luchador social en vez de un maleante.

Los deseos, los sentimientos y las pasiones, como diría la filosofía moral, pueden llegar a emborronar los juicios de personas que, al abordar otros dilemas, están en capacidad de mostrar lucidez.

Lucidez y emociones

Nuestra reacción a los hechos debe ser oportuna y sucesiva de acuerdo con cada acontecimiento y no una suerte de “balance histórico”. Las violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario de civiles y militares israelíes realizadas por Hamás deben ser condenadas con convicción.

Después de hacerlo, ha de exigirse a Israel acatar el derecho internacional humanitario en el ejercicio de su defensa y condenar todo crimen de guerra cometido. Además, movilizar la mayor acción política posible para resguardar los derechos humanos en Gaza, donde Hamás es responsable de exponer a la población palestina.

La muerte de entre 100 y 300 víctimas en el hospital Al Ahli de Gaza, según estimaciones de la inteligencia militar estadounidense, o de 500, según el ministro de Salud del gobierno de Hamás, debe ser investigada y aplicarse las sanciones morales y legales a quien corresponda.

Desde una visión humanista y cosmopolita, la comunidad mundial, en la ONU, votó para establecer el camino de la justicia restaurativa tanto para el pueblo palestino como para Israel, mediante la solución de dos Estados que convivan y cooperen. Al hacerlo, rechazó las posturas extremistas de “todo o nada” que existen en ambos lados, sin ser las mayoritarias.

La justicia restaurativa no es fácil y exige concesiones recíprocas. Pero primero se requiere razonar con claridad y tener la disposición de llamar a la maldad por su nombre, incluso cuando la política afecte nuestras emociones.

maria.florezestrada@gmail.com

La autora es doctora en Estudios Sociales y Culturales, socióloga y comunicadora. Twitter @MafloEs.