Kilimanjaro

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La cúpula de hielo de la montaña más alta de África era, supuestamente, eterna. “Su cima occidental se denomina, en masái, Ngáje Ngái (la Casa de Dios). Cerca de la cima occidental se encuentra el cadáver seco y congelado de un leopardo. Nadie ha explicado qué buscaba el leopardo a aquella altura” (del epígrafe de Las nieves del Kilimanjaro, relato de Ernest Hemingway que dio origen a una película del mismo título, interpretada por Ava Gardner, Gregory Peck y Susan Hayward).

Curiosamente, en Europa no se le dio mucho crédito al decir del explorador que, a mediados del siglo XIX, llevó la noticia de que en el África ecuatorial había una montaña cubierta perennemente de hielo. En todo caso, los adolescentes de mi generación fuimos marcados por la imagen del destino humano que el “viejo” Ernest plasmó en aquellas escasas líneas.

Seco y congelado: yacente sin vida encima del agua solidificada de un glaciar montañoso que, mientras se fundía desde sus bordes en leves riachuelos, también se sublimaba lentamente en la enrarecida atmósfera de las cimas para caer más tarde en forma de lluvia sobre las planicies boscosas de África. Cuando siendo ya adulto volé a gran altura cerca del Kilimanjaro, me hice la ilusión de que el leopardo aún se encontraba ahí, amortajado por el hielo, y de que seguiría ahí, incorruptible, hasta el fin de los tiempos. Por un instante esbocé el absurdo intento de localizarlo, a través de la ventanilla del avión, en una estribación del oeste.

Las fotografías de la Casa de Dios de los masái, tomadas recientemente desde el espacio, muestran que la helada cobertura que había investido con la eternidad de una forma al fallecido leopardo, prácticamente ha desaparecido. Ya no se deshiela en cristalinos riachuelos, ni vuela vaporosa hacia los enjambres de nubes. Hoy es, simplemente, el recuerdo de otra fuente de vida que se les niega a los animales, a las plantas y a los seres humanos de una parte del planeta, y bien podemos intuir a qué se debe esa deserción.

Pero no hay que ir hasta determinado lugar de África para descubrir que, en todo el mundo, incluso aquí, en Guanacaste, la vida que ofrecen los ríos y los glaciares amenaza con esfumarse, y que al parecer la humanidad no es capaz de entender que el problema no se resuelve lamentando la desaparición de este o aquel símbolo; que, si no nos persuadimos pronto de que “debe hacerse algo”, habremos perdido bastante más que el cadáver seco y congelado de algún extraviado leopardo.

Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector de la UCR en 1981.