Gestación

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Día santo, día de lectura. Solo que, comprado o regalado, desconfío de un libro antes de leerlo. Si lo compro, trato de estar seguro de que me va a interesar, pero confieso que abandono la librería como cuando salgo de la frutería: “¿Ese caimito traerá lo que me promete a la vista?”. Si me lo regalan, puedo decir que me atemoriza de varias maneras: “¿Fulano me lo obsequia porque no le gustó y no quiere tirarlo a la basura, o porque sabe que el texto es aburridor y lo utiliza para vengarse por algo que hice y he olvidado?”.

Y lo que me aterroriza más que cualquier relato de Edgar Allan Poe, es que sea el mismo autor quien me regale el libro. No lo puedo evitar. Es que si, como ha ocurrido, alguien me obsequia un libro de, digamos, Vassilis Alexakis y, como no ha ocurrido, lo encuentro infumable, me puedo quedar tranquilo porque, aun cuando Alexakis aún vive, no hay posibilidades de que se me aparezca de pronto a la salida del teatro y me diga a boca de jarro: “Mi socio, ¿qué te pareció mi libro?”. Pero no todo autor contemporáneo es un griego del Pireo al que no le gustan los largos viajes.

No obstante –¡cómo se disfruta ese “no obstante” que sale del corazón!– nada me complacería más que encontrarme con ese ya no tan joven escritor costarricense que, hace unas semanas, me premió con un ejemplar autografiado de su obra sobre la esencia del libro contemporáneo, ensayo que, a partir de ahora, no dejaré de releer cuando menos una vez cada año.

Es formidable y, por razones de espacio, no me sumergiré en las frescas honduras de pensamiento que oculta, pero sí intentaré “una apretada síntesis”, como diría un mal reseñador de los que tanto abundan.

Básicamente, el autor se pregunta a partir de qué momento una obra literaria deja de ser embrión. ¿Del de la inclusión del primer ejemplar en una biblioteca? ¿Del de su ubicación en la vitrina de una librería? ¿Del de la salida, oloroso a papel quemado, de la imprenta? ¿Del de la entrega del manuscrito al editor que se ha dignado tomarlo a su cargo? ¿Del de ese último golpe dactilar sobre el teclado de la computadora, simultáneo con el rugido de “ya he terminado”?

“Nada de eso”, concluye mi talentoso amigo, “un libro existe desde el momento mismo en que uno se lo imagina: a partir de ahí, el autor puede hacer como las recién casadas de antes, que, sin que mediara una prueba de embarazo, salían de tiendas en procura de ropitas para el bebé”. Como reza el epígrafe de esta obra maestra: “Los libros anteceden a sus palabras”.

Fernando Durán es doctor en Química por la Universidad de Lovaina. Realizó otros estudios en Holanda en la Universidad de Lovaina, Bélgica y Harvard. En Costa Rica se dedicó a trabajar en la política académica y llegó a ocupar el cargo de rector de la UCR en 1981.