Fronteras

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“Soy mi propia parábola”, intuye tal vez el gato al mirarse por vez primera en un espejo. Fui, por accidente, participante marginal en una visita al despacho del presidente Jerry Rawlings, de la República de Ghana. El gobernante era un piloto militar formado, creo haber entendido, en una academia de la desaparecida Unión Soviética. Era de la etnia más numerosa de Ghana, y el hecho de que nuestro guía, un funcionario de la ONU, fuera miembro de la misma etnia y ciudadano de Togo, un país vecino, en algún momento hizo de la entrevista un intercambio entre dos compatriotas atrapados en reminiscencias familiares. Chismearon sobre otro miembro de su etnia común, un pariente lejano del mandatario anfitrión que había sido presidente de un tercer país africano cuyo nombre he olvidado.

El rumbo de la conversación y los detalles que salieron a flote despertaron mi interés y me permitieron hacerme una buena composición de lugar: Inglaterra, Francia y Alemania coloniales habían destazado a su gusto el territorio del antiguo imperio africano de Ghana, y desmembrado sin asco una nación a la que, en su acostumbrado tono de superioridad racial, los europeos continuaban llamando “una tribu”.

Mediante un ingenioso despliegue didáctico, el presidente explicó que, pese al arbitrario desgarramiento, no solo de un territorio, sino también de un pueblo, en la “reducida” extensión geográfica de Ghana actual todavía cabrían holgadamente todos los países europeos hoy habitados por las tribus holandesa, belga, danesa, eslovaca, albanesa y estonia.

La irónica humorada del mandatario nos obligó a pensar en el veneno intrínseco del nacionalismo y en la obsesión europea por el trazado de fronteras sobre bases esencialmente racistas y xenofóbicas, obsesión que fue exportada a África por esos mismos europeos, pero con abiertos propósitos de explotación y a contrapelo de cualquier sensibilidad étnica. A lo largo de los siglos XIX y XX, el nacionalismo europeo propició una fiebre de cambios fronterizos cuya finalidad era la de separar lo que parecía diferente según criterios raciales, lingüísticos o religiosos –yo francés, tú alemán; tú católico, yo protestante; yo magiar, tú eslavo; tú ilirio, yo latino–, criterios que al mismo tiempo se ignoraron al trazar fronteras coloniales en África.

Lo más triste es que, en ambos casos, se preparó el terreno para escabechinas que, al parecer, nunca tendrán fin.