Envidia

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Tres veces a la semana, la fatalidad vial me obliga a desembocar a media tarde, prendido del volante de mi “perolito”, en un trecho de unos setenta metros, un nudo en la inevitable congestión del tránsito que me toma la eternidad de entre uno y dos minutos. Al final hay un semáforo cuyo ensalmo de color verde es lo que me desbroza el camino para que pueda escapar hacia la izquierda.

En ese pequeño pero duradero paso alcanzo invariablemente a intercambiar algunas frases, y hasta algunas opiniones, con un señor de barba y cabellera desordenadas, tan viejo en apariencia que, si se tratara de describirlo, el longevo que soy no tendría más remedio que emplear la palabra “anciano”. Es bastante más ágil que cuanto me vería yo si pudiera abandonar el auto para dedicarme a conversar con él, y de lo mucho o poco que alcanzamos a decirnos dependiendo de la pereza del semáforo –él marcha al lado del auto blandiendo un cuenco en el que espera que los conductores depositemos unas monedas– deduzco que conserva una lucidez y una memoria envidiables.

Por lo demás, su sentido del humor me recuerda las añejas tertulias juveniles del parque central de Alajuela, y la amistad que hemos entablado sin presentaciones inútiles supera la gravedad científica, artística y política que he compartido a lo largo de mi vida con miles de personas serias. Cuando, por descuido, no llevo monedas suficientes como para reunir un óbolo digno, me disculpo: “Lo siento, maestro, hoy ando seco”. Entonces el peatón sonríe, desdentado, debajo de la abundosa barba y, ajeno a los agravios, asiente: “No se preocupe, patrón, la próxima me lo completa”. El incidente no acaba con el vivo intercambio verbal, que solo se verá interrumpido cuando reaparezca la luz verde.

Un día de estos, llegados ya a la esquina, quedaban todavía algunos segundos de luz roja y el anciano de a pie intentaba adivinarle la edad al anciano del volante cuando el impaciente conductor que venía detrás hizo sonar su pitoreta. Mi carnal callejero –repito, todavía estábamos “en rojo”– abandonó la adivinanza para decir: “Y ahora, ¿qué le pica a ese carajillo?”.

Constaté, por el espejo retrovisor, que el carajillo no pasaba de la cuarentena y, ahora sí, autorizado por la clorofílica consigna del semáforo reanudé la marcha con un rápido giro hacia La Uruca. La visión de una ruta despejada me permitió descubrir que lo que había irritado al amargado del pito había sido tan solo la justa sospecha de que los “viejucos” nos estábamos divirtiendo.