Entre líneas: Otro golfo

Un grupo de amables navegantes me ofreció en Malpaís el fruto de su trabajo: peces capturados en las mismas aguas de mi recuerdo, que no son  ni la sombra de nuestras presas en talla y peso.

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Mucho ha cambiado en el golfo de Nicoya. Recuerdo los viajes de pesca de mi juventud, en la lancha de Jim Badia, un estadounidense enamorado de Costa Rica y amigo de toda la vida y para toda la vida. Tirábamos cuatro cañas al agua y navegábamos con lentitud, la vista fija en el mar para descubrir cualquier islote formado por troncos y hojas traídos desde lejos por la corriente. Ahí, debajo, estaban los peces.

Había dorados de gran tamaño y en abundancia. Todas las cañas silbaban al mismo tiempo. Cada uno se abalanzaba sobre la más cercana y comenzaba la lucha. En aquel entonces, trolear no guardaba relación con las peores artes de la informática. Significaba avanzar lentamente, con los anzuelos detrás, hasta el disparo de adrenalina provocado por la súbita curvatura de una caña. Al extremo de la línea podía haber un atún, peleador y fuerte, pero la mirada iba de inmediato al mar con la esperanza de atestiguar el salto majestuoso de un pez vela.

Si la suerte sonreía, comenzaba la pelea. La tensión se concentra en el antebrazo. Es el único dolor placentero. Un prolongado estira y encoge exige toda la atención del pescador. El arte es traer el animal a bordo con el hilo menos resistente posible. Un reventón y el escape de la presa es la mayor frustración. Ese es siempre, al caer de la tarde, cuando comienza la conversación, el pez más grande de cuantos ha visto el pescador.

Jim y su cruel tripulación, como en broma nos autodenominamos, tenían una regla: ningún desperdicio. La captura venía a San José en grandes hieleras y se repartía entre familiares y amigos. En ocasiones, transformamos un dorado en ceviche con jugo exprimido antes de emprender el viaje.

Así de confiados estábamos desde la salida de Puntarenas, todavía de noche, para ver el sol subir en plena mar. Parábamos en isla Tortuga para pescar carnada y darnos un chapuzón en sus claras aguas, repletas de vida. En isla Blanca, frente al cabo del mismo nombre, la pesca a fondo nos regalaba unos pargos espectaculares.

Todo lo recordé con nostalgia en Malpaís, al final de la playa, donde un grupo de amables navegantes ofrece el fruto de su trabajo. Aquellos peces, capturados en las mismas aguas de mi recuerdo, no eran ni la sombra de nuestras presas en talla y peso. Mucho menos en número, según supe por la conversación.

Este no es un cuento de pescadores, con la tradicional licencia para exagerar el tamaño y cantidad de la captura propia. Es demasiado triste para eso.

agonzalez@nacion.com