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Hasta ahora caigo en que tuve a mi alcance el significado de la frase “recibir por debajo de la mesa” desde que, con mis primeras letras, mi abuela me enseñó a amarrar tamales. Cuando ella los hacía, todo andaba tan revuelto como un fuerte de la legión extranjera atacado por bereberes. En medio del combate, protegido por las faldas de las mujeres mientras eludía los puntapiés del tío que acarreaba la leña hacia los fogones, trataba de explicarme por qué en aquellas batallas, limitadas casi solamente a la época navideña, la cantidad de “piñas” que amarrábamos cada vez era suficiente como para alimentar a un obispo y a sus sobrinas durante un lustro, y cómo era que nadie había caído fulminado por un infarto tras la ingestión de uno de aquellos tamales. ¿Sería que los médicos ignoraban por entonces la existencia del colesterol?

Por supuesto, mi contribución a la economía familiar no era remunerada, pero me deparaba un extraordinario goce intelectual, pues las señoras, en medio de su ajetreo, me permitían escuchar los chismes más jugosos de Alajuela y me ahorraban algunas lecturas al compartir conmigo los secretos que quizás inventaban sobre la recién concluida guerra mundial como, por ejemplo, lo mucho que tragaba Churchill, el desprecio de Hitler por Mussolini, cómo ocultaba Stalin que era manco, los deseos que había tenido Ghandi de que los británicos perdieran la guerra para quitárselos de encima y la astucia de MacArthur al hacer vigilar al emperador de Japón para que, tras la rendición, no se hiciera el haraquiri. Pero lo mejor era el lado gastronómico de la cuestión: la abuela me privilegiaba guardándome el llamado “tamal del tonto” o, simplemente, “el tonto”, preparado con el resto de masa para el cual ya no alcanzaba el relleno.

Esto me ganaba las burlas de mis primos, pero a mí no me importaba porque ellos no sospechaban que casi siempre el tamal del tonto era bastante más grande que los tamales corrientes, ni que al final sabía muy bien si se le agregaba salsa tipo Tabasco. Por lo demás, el relleno no hacía falta porque me pasaba el día comiendo, disimulados en tortillas, trozos de carne de cerdo tomados subrepticiamente de la mesa sobre la cual las mujeres preparaban y envolvían los tamales. Hoy, aquella experiencia infantil me permite comprender los verdaderos motivos de los políticos que se disputan como hienas famélicas unos puestos públicos que, considerados los sueldos que deparan, a veces son menos nutritivos que un tamal del tonto. El secreto consiste en que, según esta metáfora, la mejor carnita no la reciben precisamente por encima de la mesa.