En Guardia: Tuve el valor de dejarla

Costó, pero al fin Jorge Guardia la dejó atrás, se olvidó de ella y ahora disfruta de paz. Bandido, se lo tenía guardado.

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La ciudad es luminosa, excitante, deslumbrante, pero también absorbente, alienante, bulliciosa y congestionada. No creía tener el valor de dejarla, pero, al fin, lo logré. Me fugué de la gran metrópoli sin ningún remordimiento. Atrás quedaron presas, bocinas e improperios —a veces justificados— de los malhumorados conductores.

Ahora vivo en la montaña donde los gallos cantan desde las tres de la mañana para enunciar el nuevo día, mientras todos los demás yacen sumidos en una inmensa y apacible quietud. Yo me volví como los gallos. No espero el amanecer para atizar la lumbre, preparar un cafecito y empezar a escribir. Ese primer traguito de café antes de despuntar el alba —diría Neruda— es mágico: “Cae al alma como al pasto el rocío”.

A las cinco, los primeros rayos del sol se cuelan entre los cipreses para encender la sinfonía de pajarillos: unos buscando sustento; otros, afectuosa compañía; las hembritas celebran que los polluelos aún permanecen en sus nidos —heroicos sobrevivientes de depredadores nocturnos—; y los demás inician los ritos propios del instinto. El campo entero despierta en un alegre amanecer. Las gallinas cacarean sus posturas, los cachorros se arriman a la cocina en busca de algún “sobrillo” y un campesino vecino se apresura al potrero, soga en mano, a ver si parió la vaquilla. Él me provee de leche, natilla y queso fresco para acompañar tortillas recién palmeadas.

En la montaña, la vida lleva su propio ritmo. El atardecer tiene su magia: inspira a la meditación e induce a la divagación. En lontananza se dibujan celajes veraniegos que tiñen el cielo de encendidos colores, como naturales acuarelas. Mas la vida montaraz aún no concluye por el día. Sobre una mesita de troncos, junto a la mecedora que chirría acompasadamente en el escabel frontal, hay pan casero, jarras de agua dulce y un buen libro para darle cuerda a la tarde. ¡Que no se acabe el celaje! ¡Que no se rinda la tarde!

Al caer las sombras, ya rendidos por su corretear, se agrupan a mi alrededor los fieles cachorros para esperar la noche junto a la chimenea, en la biblioteca. El fuego del hogar también es mágico. Yo les leo lo que escribo y ellos escuchan, solidarios, mientras saboreo lentamente un vinillo para acompañar mis propios “sobrillos” del almuerzo. Y así, sin más presiones ni pretensiones, transcurre el tiempo mirando por encima la codiciosa agitación citadina. ¡Solo Dios sabe cuánto me alegro de haberla abandonado!

jorge.guardiaquiros@yahoo.com